miércoles, 15 de junio de 2011

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LA NOCHE DE SAN JUAN

La noche de San Juan es una de esas noches que se presentan ante nosotros envueltas en una aureola de magia. A todos nos llama la atención conocer la forma en que, a través del tiempo, se ha podido celebrar en nuestro pueblo una noche tan singular.

Pocas referencias tenemos sobre esta celebración y, por añadidura, son muy escasos los recuerdos que, de cuando éramos jóvenes, guardamos de ella.

No sin esfuerzo logramos traer a nuestra memoria vagas imágenes, fugaces escenas de unos años que no sirvieron sino para ir apagando las antiguas formas de festejar esta noche.

La verdad es que desaprovechamos muchas ocasiones para saber cómo eran muchas facetas de la vida del pueblo a finales del siglo XIX y principios del XX, pues a nuestros padres nunca les faltaron ganas de contarnos sus historias, pero, por desgracia, los jóvenes siempre son esquivos cuando de escuchar narraciones de viejos se trata.

Es el tiempo, el paso del tiempo, lo que nos hacer ver las cosas de otra forma. Es con el paso del tiempo cuando nos arrepentimos de haber dejado pasar aquellas múltiples ocasiones en las que se nos ofrecieron unas imágenes que ahora son irrepetibles.

Contaban nuestros mayores, nuestros padres, que a principio del siglo XX, la noche de San Juan suponía una válvula de escape para la agresividad que los jóvenes de entonces habían acumulado durante meses.

En aquella época había costumbre de colocar macetas en los balcones y eran estos recipientes, con su contenido, los objetivos de toda esa violencia que, de golpe, se ponía de manifiesto como una evidente prueba de la fuerza varonil.

La rotura de macetas era inevitable la noche de San Juan, por esto, las amas de casa no podían olvidarlas en sus balcones, pues ello suponía que quedarían expuestas a las pedradas o constituir la victoriosa recompensa a conseguir tras el arriesgado esfuerzo de escalar a un alto balcón.

Semejante olvido suponía la pérdida de las macetas y de las flores que en ellas se encontrasen. Contaban nuestros padres que eran los claveles los que atraían la mayor atención. Se sentía una predilección especial por destrozar estas flores, de forma que a este objetivo se dirigían los mayores esfuerzos.

Desde luego que esta era solamente una de las acciones que la juventud desarrollaba aquella mágica noche, porque el festejo principal no se centraba en esto, sino en el fuego, el pino, la música y el baile.

La fiesta giraba en torno a un árbol: el pino. En los sitios del pueblo que presentan un suficiente espacio, como la plazoleta de la puerta de la iglesia, el Ensanche, El Patrás, la calle del Poleo, el Altozano, la Plazoleta, etc.,eran lugares muy apropiados para plantar un alto pino.

Más próximo en el tiempo, ciñéndonos a los años 1950-60, que es la época que hemos vivido, podemos afirmar que de entre todos los lugares citados, el que acude con más fuerza a mi memoria es la esquina de la calle de Mora con la actual de Vicente Tapada.

Varios días antes se juntaba un grupo de amigos y concertaban la fiesta. Compraban el árbol y lo traían al pueblo. Es de suponer que lo traerían sobre una cabalgadura. Yo los recuerdo llegar al pueblo y avanzar por las calles encima de un camión.

Los mozos hacían un profundo y angosto agujero en el suelo y, no sin bastante esfuerzo, bajaban el pino del camión, lo aproximaban al agujero y lo plantaban y afianzaban. Quedaba como si allí hubiera nacido. ¡Ah! Antes de plantar se procedía a llenarlo de globos de papel, guirnaldas y algo que nunca podía faltar: La Piñata.

Hemos dado este nombre, piñata, al objeto que se colocaba en la parte más alta del pino, pero no descartamos que se llamase de otra forma.

Cada reunión colocaba su tipo de piñata. Unos ponían un muñeco, otros unos chorizos, los más poderosos un jamón. Todo dependía de las posibilidades económicas del momento y de los participantes. Como en todo, había “pinos ricos” y “pinos pobres”.

Esta operación, la de plantar el pino, se hacía el mismo día de la celebración, el 23 de junio, o, como muy pronto, el día anterior, esto es, el día 22. Era fundamental apurar al máximo el momento de la plantación del pino.

Se completaba la preparación con un círculo de sillas situadas alrededor del pino, dejando el mayor espacio posible para que dentro de ese recinto se pudiese celebrar un baile. Ni que decir hay que no podían faltar las garrafas de vino y los chorizos, que entonces eran de una calidad indiscutible. En alguno que otro baile aparecía un jamón, que era presentado en tacos. Tacos, esa era la forma de degustar este manjar. Esto de las finas lonchas ha sido una forma de saborear el jamón que llegado más tarde, pues entonces se decía que el jamón tenía que ser masticado para poder extraerle todo su sabor.

Entre los manjares a degustar tampoco faltaba algo tan marocho como nuestro olvidado y maltratado gazpacho. Ese que se hacía en la cazuela de palo, machacando los ajos, la sal y el tomate con la maja y el cual se completaba con aquellos pedazos de pan duro que, después de un rato sumergidos en el caldo, se “enternecían” de tal forma que era una delicia llevarse aquellos bocados a la boca. De la familia del gazpacho es el “picadillo”. Un vaso de vino con una cucharada de picadillo siempre ha sido algo muy refrescante. Por esto, aquello de las papas cocidas, el tomate y el pimiento, aderezados con su aceite y vinagre, son un complemento idóneo para estas noches de “farra”.

No podía faltar la música, Sin música no puede haber baile, sin embargo, la música no podía proceder de un tocadiscos, sencillamente porque entonces este artilugio aún no se había inventado y, si se había inventado, lo cierto era que todavía no había llegado al pueblo. Por esto, la música era “en vivo y en directo”, y para ello no había más remedio que contratar a alguien que tocara el acordeón o a algunos músicos que con sus saxofones, clarinetes, trompetas, y su correspondiente tambor, proporcionasen el ritmo imprescindible para la danza.

Desde luego que en este aspecto creo que no hemos mejorado, pues la música “en vivo y en directo” no puede compararse con la "enlatada". No digo que sea mejor o peor, sino que es diferente. Da otro carácter a la fiesta. Incluso hubo algunas reuniones que fueron capaces de ir a Sevilla a alquilar uno de aquellos organillos que presentaban una manivela en uno de sus lados. Se daban vueltas a la manivela y se le arrancaba la sintonía que se quisiese, pues bastaba con girar una parte de aquel “pianillo” para elegir entre las varias canciones que estaban perfectamente “sintonizadas” de antemano. El misterio radicaba en que en el interior del organillo había unos rodillos con unos martillitos que golpeaban las teclas correspondientes a las notas musicales de la melodía seleccionad. Así pues, cada uno de aquellos rodillos daba lugar a una melodía diferente. Por supuesto que el pasodoble era la música estrella, pero a lo largo de la noche nunca faltaban los fandanguillos, las sevillanas y nuestra entrañable “jaba”.

Y el fuego. Junto al pino se encendía una hoguera que servía para dar compañía a la celebración y para asar algún pestorejo, chorizo, et., además, proporcionaba la luz necesaria para verse mínimamente las caras. No es que no hubiera luces, pues las había. De hecho en lo alto del pino lucían algunas bombillas, pero su potencia era tan escasa que no daban para mucho.

Una vez anochecido se congregaban los participantes en la celebración en el lugar señalado y comenzaba la fiesta. Bailes, copas, comida, bromas, calentones innecesarios en la hoguera. Innecesarios porque, desde luego, la noche San Juan no se caracteriza por ser fresca, pero la noche daba para todo.

Desde luego que no debería ser nada cómodo bailar sobre las piedras de la calle, pero se bailaba, aunque siempre bajo la vigilante mirada de las madres de las mozas. La mirada maternal era algo que nunca podía faltar.

Cuando los ánimos estaban subidos y la fiesta a punto de acabarse llegaba el momento culminante. Era entonces cuando había que arrebatar al pino su más preciado objeto: La piñata. Era entonces cuando surgían los escaladores, que empezaban a trepar al pino intentando llegar a la copa, que era el lugar en el que se encontraba el objeto a conquistar.

A veces ni siquiera había esa piñata a la que nos hemos referido. Lo que no faltaba era la necesidad de que los mozos dejaran constancia, dejaran patente, su hombría. Por esto, tampoco faltaban apuestas sobre quien era capaz de alcanzar la copa del árbol. Cada cual ponía en juego sus buenos duros, que a la hora de ser machos había que arriesgar los jornales que fueran necesarios. Y es que la insensatez propia de la juventud, unida al calor de unos tragos y a la presencia de una buena moza, forman un conjunto que hace posible cualquier locura.

Pero aquello pasó. Como pasaron muchas cosas, pues el pueblo entró en una crisis profunda. ¡Si hasta la feria dejó de celebrarse, como no iba a caer en el mayor de los olvidos una noche! ¡Una sola noche, como era la de San Juan, se olvidó! ¡Todo se acabó!

Pero siempre queda algo de rescoldo. La memoria colectiva olvida los detalles, pero el núcleo, el meollo de las cosas permanece escondido, latente, en esa memoria colectiva. En esa memoria que no pertenece a un solo individuo, sino al conjunto.

Por esto, a finales de los años 60 volvió a renacer esta celebración. Fue de forma tímida. Sin grandes alborozos. Recuerdo que pasé una de estas noches en el año 1969. Todo empezó con una hoguera en el Ensanche, a la altura del bar de Machaca. Una hoguera y algunas lánguidas canciones. Cuando el fuego se transformó en unas débiles brasas, se puso fin a esta reunión y todos nos fuimos, caminando por la carretera de Barrancos, hasta la fuente del Rey. Unos tragos de agua de aquellos grandes caños de bronce que estaban orientados hacia la salida del sol, esto es, hacia el Este, y regresamos a casa calle de la Fuente arriba.

No me es posible describir cómo se celebra en la actualidad la noche de San Juan . Lo desconozco. Por esto confío en que no faltarán plumas que dejen constancia de la actual forma de celebración de esta mágica noche.

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