jueves, 5 de mayo de 2011

La Boda

LA BODA


Ha llegado el día de la boda. Atrás han quedado los años del noviazgo. En muchos casos podemos decir que “atrás quedaron los largos años del noviazgo”, pues hubo noviazgos que duraron más de 20 años.

El noviazgo tenía sus reglas. Tenía que ser entre iguales, ya que, debido al fuerte clasismo que existía, si alguien pretendía establecer relaciones con quien le superaba en posibilidades económicas se vería, irremediablemente, sometido a fuertes críticas y, además, se iba a encontrar con la oposición frontal de la familia que gozaba de mejor posición social.

Para la mujer, formalizar el noviazgo suponía una decisión de suma importancia, ya que si el mismo se rompía las posibilidades de encontrar otro novio se veían seriamente dificultadas. Cuando se rompía una relación, la mujer corría el riesgo de quedar condenada a la soltería.

Era normal que se llevase a cabo la ceremonia de “la pedida de mano”, sin embargo, en algunos casos esta formalidad no se llevaba a cabo y, entonces, eran los propios novios los que fijaban la fecha de la boda y lo comunicaban a sus padres.

Una vez arreglado “el papeleo”, tenían lugar las amonestaciones, que consistían en que el párroco colocaba una nota en la puerta de la iglesia, en el atrio, haciendo público el deseo de contraer matrimonio por parte de los contrayentes y en dar lectura a esta misma nota durante tres domingos en la Misa Mayor. Su finalidad era anunciar la boda para que si alguien conocía algún tipo de impedimento lo hiciese constar.

Después de los imprescindibles preparativos ya tenemos a tiro de piedra la fecha de la boda. La preparación ha supuesto un largo y continuo trajín para toda la familia. Ha sido un largo período de tiempo durante el que ha habido que blanquear la casa, hacer los dulces para el convite (en lo que han colaborado todos los miembros de la familia: madres, tías, primas,…), hacerse los trajes, comprar algunos muebles (la cama, unas mesitas de noche, una mesa, unas cuantas sillas,...) y aprovechar aquellos magníficos arcones, de haya o de nogal, que habían ido pasando de padres a hijos durante varias generaciones, para hacer de ellos unas buenas cómodas, que son unas piezas de moda en estos años.

Entre los pasos más delicados que había que dar antes de la boda podemos destacar la determinación de quienes iban a ser invitados a la misma. Un olvido, una omisión, podía ser motivo de un disgusto para toda la vida. Los invitados, por su parte, estaban obligados a hacer un regalo a la pareja. El tipo de regalo más corriente solía ser un plato, una fuente o algo por el estilo. Lo más común era entregar a los novios una cantidad de dinero, 50 ó 100 pesetas. El dinero era bien recibido, ya que, de esta forma, se hacía frente a los gastos que la boda ocasionaba.

Un aspecto fundamental eran los trajes. El de la novia en muy contadas ocasiones era blanco, ya que se buscaba cualquier excusa para que fuese de otro color, preferentemente negro, pues de este modo estaba asegurado su uso en muchas más ocasiones. Para algunas familias, el traje del novio solía ser el segundo que el mozo se hacía en su vida, el primero había sido el de la “marcación”.

Y, por fin, ya llegó el día de la boda. Con anticipación a la hora fijada para la ceremonia, una parte de los invitados iba a la casa del novio. Aquí tomaban unas copas de anís o de coñac y, cuando llegaba la hora de ir a recoger a la novia, acompañaban al contrayente a la casa de la misma.
En casa de la novia estaba el resto del personal invitado a la boda, “la parte de la novia”, es decir, aquellas personas invitadas a la ceremonia por esta familia.

Ahora, una vez que se habían reunido todos los invitados, se formaba la comitiva definitiva. El orden en el que se disponía el cortejo era siempre el mismo, no variaba. En primer lugar marchaba la novia, cogida del brazo del padrino. Le seguía el novio, que llevaba del brazo a la madrina. Detrás, los invitados. Durante el recorrido, la gente se arremolinaba para ver a los novios. Todos querían verlos.

Pero las bodas que en verdad llamaban la atención del pueblo eran las de las familias “pudientes”. En estos casos, podríamos decir que en el pueblo se paralizaba todo tipo de actividad. ¡Todos a las esquinas!

Generalmente, estos novios se trasladaban a la iglesia en coche. La novia llevaba un hermoso traje blanco con una larga cola que cuando se bajaba del coche, a la puerta de la iglesia, varias niñas mantenían levantada para evitar que rozase el suelo.

En estas bodas, ante la gran muchedumbre que se agolpaba en la plazoleta de la iglesia, y para garantizar que no desapareciera el estrecho pasillo por el que tenía que pasar la pareja, los guardias municipales se esforzaban en poner orden.

Cualquiera que fuese el tipo de boda, cuando los novios entraban en la Iglesia, el solchista, Francisco “Adrián”, arrancaba al viejo órgano unas notas musicales que acompañaban solemnemente el recorrido de la comitiva por el interior del templo.

Los novios trataban de adaptar sus pasos al ritmo de la marcha nupcial de Mendelssohn, que era la música que generalmente salía de los dedos de Francisco, aunque éste se las arreglaba muy bien y, en muchas ocasiones, tocaba lo que mejor le parecía. Eso sí, cualquiera que fuese lo que interpretaba, siempre era agradable al oído.

Las bodas podían ser con misa aunque, para que durasen menos, lo normal era que la misma se suprimiese.
Una vez acabado el ceremonial se formaba nuevamente la comitiva. Esta vez en dirección al lugar en el que se iba a celebrar el convite. Delante iban los novios, luego los padrinos y, a continuación, los invitados.

Llegados a la casa en la que iba a tener lugar la celebración, todo el mundo tomaba asiento en las sillas que con tanto esfuerzo se habían recogido de las casas vecinas y que habían sido distribuidas en los pasillos, en el comedor, en la cocina, en el corral y en las habitaciones que habían podido ser desalojadas.

Cuando todos estaban acomodados empezaban “las vueltas”. Las vueltas consistían en que los que hacían de camareros iban pasando unas bandejas con dulces: perrunillas, magdalenas, piñonate, “gañotes”, borrachos, etc. y detrás de estos iban otros camareros ofreciendo bebidas: vino, Licor 43, anís, licor de café, etc. Estos camareros llevaban en la bandeja varias copas, que se iban llenando a medida que se agotaban. En ocho o diez copas bebían todos los invitados. No se podía pretender que hubiera una copa o vaso “por barba” y aún faltaba mucho para que aparecieran los vasos de plástico desechables.

Las vueltas se iban sucediendo, dejando un espacio de tiempo entre ellas para que de esta forma los invitados pudieran entablar una conversación y para que el convite durase el tiempo debido.
El número de vueltas era muy importante, ya que eran ellas las que medían la categoría de la boda. Al salir se comentaba ¡Han dado seis vueltas! o ¡Sólo han dado tres vueltas!

Un detalle fundamental era el pañuelo. Sí, el pañuelo. A las bodas, todo el mundo iba provisto de un pañuelo limpio. Era una tradición a la que te iban introduciendo desde que eras muy pequeño. Cuando eras niño, e ibas a salir de casa para asistir a una boda, te entregaban el pañuelo. Que ¿para qué era el pañuelo? Para coger tantos dulces como te fuese posible, envolverlos en el pañuelo y llevarlos a casa.

A no ser que se fuese amigo de los camareros, y que por este motivo hiciesen la vista gorda, sólo estaba permitido coger un dulce en cada vuelta, por lo que cuando el número de estas era escaso existía dificultad para usar el pañuelo y, al salir, se decía: ¡Vaya boda! ¡Llevo el pañuelo vacío!

El final del convite quedaba marcado con el puro. Cuando el padrino aparecía repartiendo los puros era señal inequívoca de que se había llegado al final.

Había bodas en las que además de este convite se mataba un borrego y se hacía una “caldereta” para todo el mundo. Todos sabemos lo que es una caldereta. ¿Tú no lo sabes? Pues, una caldereta es un arroz caldoso con carne de borrego. ¡Y cuando decimos borrego, es borrego! No cordero.

Cuando había caldereta era porque la boda era buena. La caldereta daba cierto empaque. No importaba que el sabor y el olor a “chero” fueran bastante fuertes, ya que la mayor parte de la gente estaba acostumbrada a ello, pues en el pueblo no se acostumbraba a sacrificar corderos lechales, se mataban borregos.

Había otras bodas más especiales. Estas bodas eran las de las viudas. Recordamos que en aquellas fechas se casó una señora que ya lo había hecho en varias ocasiones y que, para evitar lo inevitable, trató de mantener en absoluto secreto la fecha de la ceremonia. Bueno, trató de que el secreto fuera absoluto; pero, al final, todo el pueblo sabía cual iba a ser el día y la hora del enlace. El momento de la ceremonia fue fijado para una hora muy tarde. A eso de las diez de la noche o aun después.

Nada impidió que cuando los recién casados salieron de la Iglesia la pequeña plazoleta de delante de la puerta del templo estuviese llena de gente con cencerros y sartenes para “darle la cencerrá”.

No sólo les tocaron los cencerros en la puerta de la iglesia, sino que fueron tras ellos hasta la puerta de su propia casa y, hasta altas horas de la noche, les tocaron las cacerolas, las sartenes y los cencerros.

El que los novios realizasen un viaje de boda era algo impensable. Los novios se casaban y se quedaban en el pueblo. Por esto era normal que los amigos les cantasen una serenata aquella noche inolvidable.

Dentro de lo que podríamos llamar “el ceremonial” de estos acontecimientos había algo singular. Esta singularidad consistía en el hecho de que al día siguiente al de la boda, muy de mañana, hubiese una gran cantidad de gente que pasaba por la casa en la que habían dormido los novios para preguntarles cómo habían pasado la noche. La pobre novia se pasaba la mañana con la cara encendida, roja como un tomate. Y es que ¡había cada costumbre…!

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