viernes, 25 de marzo de 2011

El Rosario de la Aurora

EL ROSARIO DE LA AURORA


En tiempo de Cuaresma llegaban al pueblo unos frailes, suponemos que debían de ser dominicos, y con ellos al frente se iniciaban unos Ejercicios Espirituales en los que tomaba parte, prácticamente, todo el pueblo.

Todas las tarde se celebraban una serie de ritos religiosos que terminaban con unos magistrales sermones. Estos sermones eran lo más esperado de estos Ejercicios Espirituales, pues a la novedad que suponía la presencia de los oradores se unía la facilidad con que estos predicaban, el realismo con que describían los hechos que narraban y el gran interés que despertaban los temas que trataban.

Imposible ha sido olvidar la descripción del más allá. Tras la muerte, las almas de los pecadores padecían las penas del infierno, cuya descripción era presentada de forma tan real que eran muchos los que temían retirarse en pecado ante la posibilidad de que les sorprendiese la muerte en tal estado.

Además de estas pláticas, ocupaba un lugar sobresaliente el rezo del Santo Rosario, precisamente el conocido como Rosario de la Aurora.

Aún era noche cerrada cuando las campanas llamaban a los fieles para que se congregaran en la Iglesia. Los toques de campana eran reforzados por unos potentes altavoces que se colocaban en la torre y que emitían las notas de la Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart, para hacer más fácil a los fieles saltar de la cama.
Medio dormidos llegaban al templo. Se organizaba la procesión.
  • Los monaguillos abriendo paso con la “manga” escoltada por dos “ciriales”.
  • dos filas de mujeres, una por cada lado de la calle, portando velas que lucían en el interior de unos farolillos de grueso papel blanco que las propias mujeres habían confeccionado y a los que habían adornado con unos orificios que no sólo los embellecían sino que, además, permitían el paso a la luz. Estos farolillos, en alguna ocasión, fueron responsables de que cundiera cierto desorden en las filas. Esto se producía cuando alguno de ellos se incendiaba y la persona que lo portaba se esforzaba en apagarlo para, de esa forma, no dejar de portar la vela.
  • el paso de la Virgen del Rosario a hombros de cuatro mozos.
  • el cura párroco inmediatamente detrás del paso y, tras él,
  • los hombres.

Los altavoces colocados en lo alto de la torre despertaban a todo el pueblo, sin embargo, no todos asistían al Rosario. Quien faltaba podía escuchar el canto desde la cama y aunque las palabras del misionero, que los altavoces hacían llegar hasta el último rincón, produjeran cierto cargo de conciencia por no haberse levantado, lo cierto es que estando bien tapado con la manta, calentito, también se disfrutaba del Rosario, pues la música del rezo no dejaban de tener su belleza.

El recorrido habitual era: la Plaza, calles de Portugal, Ensanche, Arrabal Mayor, Patrás, Molinitos y Corchuela arriba para regresar a la Iglesia Parroquial.

Inolvidable es la música, el ritmo de pavana con el que se rezaban las Avemarías. Las mujeres cantaban la primera parte:

Dios te salve, María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo
y bendita tú eres
entre todas las mujeres,
entre todas las mujeres
y bendito es el ser fruto
de tu vientre, Jesús.

Y los hombres, con sus graves voces, les contestaban con la segunda.

Santa, Santa María,
Madre de Dios,
ruega por nosotros,
por nosotros pecadores.
Ahora y en la hora
de nuestra muerte.
Amen. Jesús.

Inmarcesibles permanecen estas estrofas en nuestras mentes. La letra la aprendimos cuando casi no sabíamos hablar y, a pesar de los muchos años que han pasado sin haber podido volver a tomar parte en uno de estos Rosarios, la entonación, el ritmo del Rosario de la Aurora, se nos presenta fresco en nuestra memoria con tan sólo mencionar el primer verso.

Calle tras calle se iban desgranando los cinco Padrenuestros, las cincuenta Avemarías y los cinco Glorias que corresponden a los cinco misterios.

La distancia estaba calculada. La Letanía de Nuestra Señora, con sus interminables Ora pro nobis, se iniciaba en el último repecho de la Corchuela y se completaba en el interior de la Iglesia.
Terminaba, pues, el rosario en el interior del templo. La alta bóveda imprimía un sonido especial a las últimas oraciones. La reverberación de la bóveda le daba un tono más solemne.
Ya terminó el rosario. Todos a casa. Y es aquí, en el “todos a casa”, cuando algunos amigos se reunían en la casa de uno de ellos para desayunar juntos.

Este desayuno ya estaba decidido y, por esto, en la chimenea de la casa elegida ya ardía un magnifico fuego que el propietario de la vivienda había dejado encendido antes de salir camino de la iglesia.

Sentados junto a la lumbre, los amigos cogían el magnífico pan del pueblo, aquel que no tenía nada más que harina, agua, levadura y sal. Se trataba de pan,... pan. Cortaban una buena “rebaná”, de parte a parte, y cogían un pincho largo, o uno de aquellos enormes tenedores que estaban siempre junto a la chimenea, y lo clavaban en la rebanada. Con el pan así preparado ya podían acercarlo al rescoldo.

Al calor del fuego se entablaba una amena charla y, al mismo tiempo, iban dando vueltas al pan para que se hiciese por los dos lados.

Unos buenos dientes de ajo se refregaban por ambas caras de la rebanada y en un plato hondo se ponía aceite de oliva. Se presionaba varias veces la rebanada contra el fondo del plato para que se empapase bien, un café y... a desayunar.

Imposible es olvidar aquellos desayunos. Hoy es difícil disfrutar de ellos, pues no todo el mundo dispone de una amplia chimenea en la que puedan reunirse varios amigos y, por otro lado, nuestra sociedad no tolera el fuerte olor del ajo. Sin embargo, en aquellos años este olor pasaba desapercibido, pues era común la ingesta de este condimento.
FIN

Expreso mi agradecimiento a Pilar Delgado por haberme recordado que las velas iban en el interior de unos farolillos, así como que no todo el mundo asistía al Rosario.

Me he permitido recoger en mi artículo estos recuerdos.

Una vez más, ¡Gracias, Pilar!



1 comentario:

Anónimo dijo...

Una de las cosas mas atractivas para mi eran los farolillos que portabamos las mujeres. Se hacian de papel blanco grueso, recortandole orificios por donde salia la luz de la vela. Mas de una vez alguno salió ardiendo revolucionando a los fieles, que a esas horas no estaban para apagar fuegos.
También era bonito escuchar el canto del rosario desde la cama, aunque te creara un cargo de conciencia por no haber asistido.
Ya se encargaba el misionero desde el altavoz colocado en lo alto de la torre a contribuir para despertar el sueño y también la conciencia.
Pilardd.

 

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23 MARZO 2007

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