martes, 5 de abril de 2011

La Semana Santa

SEMANA SANTA

L
a Semana Santa se inicia con gran alegría. El Domingo de Ramos se acude a la Iglesia con la tradicional vara de olivo, si bien hay quien lleva una rama de palmera, lo cual constituye un signo señorial, es un toque de distinción. Aquellas palmeras atraen las miradas de los concurrentes. Una vez bendecida, la vara de olivo, o la palma, se coloca en la barandilla del balcón o ventana del doblado de la casa con el fin de que la vivienda esté protegida contra el rayo.

Este era el inicio de la Semana Santa. Pero si el Domingo de Ramos era señal de alegría, los siguientes días significaban recogimiento y devoción. Por esto, este inicial alborozo era seguido por una gran seriedad. La feligresía estaba preparada para estos actos, pues, no en vano, pocas semanas antes el pueblo había asistido a unos intensos Ejercicios Espirituales encaminados a este fin.

La Semana Santa también se veía rodeada de unos menús, que si bien no se diferenciaban en gran medida de los habituales, si que contenían algún plato que pusiese de manifiesto la celebración. Era normal que se tratase de respetar la abstinencia, aunque podía comerse carne algunos días si se había obtenido la Bula.

Este privilegio de comer carne durante la Cuaresma tiene su origen en la Edad Media en forma de concesión papal a los Cruzados, la cual se hizo extensiva a los fieles españoles que contribuyesen con la limosna que se fijaba en el propio documento, y cuyo importe dependía de los ingresos de la familia. En resumen, la Bula consistía en el abono de cierta cantidad, a cambio de la cual el párroco entregaba un documento, una Bula Papal, en la que se especificaba la normativa que regía al respecto. Este privilegio fue abolido por el Papa Pablo VI, en 1966.

Durante la Cuaresma no sólo se respetaba la privación de comer carne y de guardar ayuno los días que así correspondía, sino que, particularmente, muchas personas se imponían su propia penitencia. No era raro que los hombres se privasen de tomar alcohol o de fumar durante toda la Cuaresma. El control de la abstinencia corría a cargo de la mujer, pues ella era quien evitaba que apareciese carne en la mesa el Miércoles de Ceniza y los viernes de Cuaresma.

Estos días, los menús de abstinencia contemplaban la ausencia de cualquier tipo de carne y la presencia de bacalao, por cierto, un plato que en aquellos años era “comida de pobre”, y, de forma especial, el arroz con leche. Diríase que el pueblo olía a canela en aquellas fechas.

Durante la Semana Santa se suspendía cualquier manifestación de júbilo, cualquier tipo de divertimento. No había canciones en la radio, excepto saetas y música clásica, y el cine cerraba sus puertas.

Tanto el retablo del altar mayor como los demás retablos se cubrían de unas negras cortinas que lo tapaban todo. Cuando se entraba en la iglesia sólo se veían los muros y las grandes cortinas negras. ¡Era impresionante!

Todos los días se celebraban diversos cultos: Misas, sermones, Vía Crucis, Rosarios, confesiones generales, etc.

La forma de llamar a los feligreses a estos cultos cambiaba a partir del Jueves Santo. Hasta ese día eran las campanas, con sus toques, las que anunciaban las diferentes ceremonias. A partir del mediodía del Jueves Santo las campanas de nuestra torre guardaban un silencio total y las llamadas a los cultos se hacían por medio de la matraca.

La matraca consistía en una gruesa tabla que presentaba dos anchas ranuras, por las que se introducían las manos para poder sujetarla firmemente, y dos gruesas anillas, una en cada cara de la tabla, que giraban sobre dos armellas que les servían de soporte.

Con antelación suficiente a cualquier acto, un grupo de niños, presidido por uno de los monaguillos, que hacía de “jefe”, iniciaba su recorrido por las diferentes calles del pueblo. La finalidad de este itinerario era anunciar a los feligreses que en la Iglesia iba a tener lugar algún tipo de acto religioso. El aviso se realizaba imprimiendo a la matraca un movimiento de vaivén, para que las anillas de hierro golpeasen sobre la tabla y, de esta forma, produjesen el sonido característico que servía de aviso a quienes deseaban tomar parte en los ritos religiosos.

Los niños se esforzaban por coger la matraca y tocarla con todas sus fuerzas. Todos pugnaban por hacerse con ella. No en vano sólo eran tres los días que, en todo el año, podían tocarla, por esto, ponían en ello todas sus energía y, a veces, les pesaba haber puesto todo aquel empeño, ya que, si colocaban mal los dedos, las anillas golpeaban sobre las uñas con tanta fuerza que luego era raro que no viesen como se les ennegrecían y se les caían. Mudar las uñas era otra de las cosas a la que los niños solían estar acostumbrados.

Además de los oficios religiosos, se celebraban varias procesiones.
Aquellas procesiones se ajustaban a un rígido ritual. Las mujeres abrían la marcha dispuestas en dos largas hileras, ciñéndose a la anchura de la calle, portando cirios encendidos y entonando cánticos acordes con la celebración. Con el fin de poder ver de cerca las imágenes, había alguna que se quedaba rezagada, con lo que se producía el “corte” de las hileras. De inmediato actuaban los encargados de mantener el orden y restablecían el ritmo normal del paso. Delante del paso marchaba el cura párroco y las autoridades civiles y militares, a continuación desfilaba la banda de música. Los hombres marchaban tras el paso sin ningún tipo de orden. Marchaban con seriedad; trajeados; formando un grupo; en silencio o, a lo sumo, hablando quedamente.

Cuando pasaba la procesión se cerraban las puertas de aquellos pocos bares que estuviesen abiertos y el personal que permanecía en ellos se asomaba a escondidas por las rendijas de las entornadas ventanas.

Un Jueves Santo, probablemente en el del año 1958, se produjo una gran expectación, un gran revuelo. Salía el Gran Poder. El Cristo tallado por Vicente Tapada. ¡Que emoción! ¡Iba a ser como en Sevilla!

Los nazarenos caminaban en silencio absoluto, no sólo durante la procesión, sino también en los desplazamientos de sus casas a la iglesia y viceversa. Esto era algo novedoso y que sorprendió a los marochos, acostumbrados a charlar con los “penitentes” de las otras cofradías en cualquier momento. Sólo se permitió la entrada en el templo a los hermanos cofrades. Las puertas de la iglesia se cerraron cuando la Hermandad, en pleno, se encontró en su interior. Minuciosamente se adoptó el orden de la procesión y se hicieron las oportunas advertencias. Fuera, en la pequeña plaza existente delante de la puerta, se agolpaba el gentío deseoso de presenciar la salida de la cofradía. Nadie quería perderse el menor detalle.

Al finalizar las campanadas de la medianoche, se abrieron las pesadas puertas del templo y comenzó la salida de los nazarenos. Todo en perfecto orden. ¡Silencio…, mucho silencio! El público quería que todo saliese perfecto y ante el menor atisbo de conversación se levantaba una oleada de siseos que obligaban a callar a aquellos que osaban romper el silencio.

La voz del capataz sonó con absoluta nitidez. ¡Derecha atrás! ¡Abajo! ¡To´s por igual! Era Andrés “Guerrilla” quien dirigía la salida del paso, y lo hacía con la misma maestría que el más consumado capataz hispalense. Los costaleros hacían un excelente trabajo. ¡Ya tenemos al Gran Poder en la calle! ¡El pueblo vibraba!

El Gran Poder no iba en andas, sino a hombros de costaleros que se encontraban situados debajo del paso, ocultos a las miradas. No había hileras de mujeres a los lados de la calle. Los hombres no seguían al paso. ¡Todo era distinto! ¡Todo era nuevo!

Para ver el paso, tanto hombres como mujeres tenían que ir a su encuentro corriendo por las calles paralelas a las que constituían el recorrido y esperarlo en las esquinas o situarse en la acera para verlo pasar lentamente.

Durante la procesión, incluso sonó alguna saeta, pues, en el cine de invierno, en la calle Manuel Gómez, habían preparado un tocadiscos que se puso en marcha cuando el paso del Gran Poder se encontraba frente a la puerta falsa de citado salón de San Jerónimo. El ritmo de tambores dio paso a una saeta, que hizo que se formara un nudo en las gargantas de los que se encontraban en las aceras viendo el desfile de la cofradía.

El Domingo de Resurrección se llegaba al final. Durante la Misa Mayor se descorrían las cortinas que cubrían los altares y se recuperaba el ritmo de vida normal, que había quedado paralizado siete días atrás.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Domingo de Ramos,el que no estrena se queda sin manos. Las niñas soliamos estrenar algo de ropa, era un dia precioso y si habia estreno mucho mas.
pilardd

 

FECHA INSTALACIÓN CONTADOR

23 MARZO 2007

FIN CONTADOR