sábado, 5 de marzo de 2011

La Misa

LA MISA


Cincuenta años son muchos años, pero si a este tiempo sumamos el profundo cambio que se ha producido en la sociedad, la forma en que han cambiado las costumbres y la manera de pensar, espero que a nadie le extrañe que en este capítulo rememoremos cómo se asistía a misa en la década de los años cincuenta, pues la forma de tomar parte en ella puede haber variado substancialmente.

Los domingos se oficiaban dos misas: una a primeras horas del día, sobre las siete de la mañana, y otra a las diez, la Misa Mayor.

A la primera de estas misas no asistían los niños. No asistían por dos razones: la primera, por el madrugón que suponía estar en la iglesia a hora tan temprana; la segunda, debido a que en esta misa sólo tomaban parte personas mayores y para los niños ir a misa significaba algo más que participar en la misma. Para los más pequeños, ir a misa era un acto de convivencia, un motivo para estar junto a los amigos durante una hora.

Era la segunda misa la que concentraba a la mayor parte del pueblo. Era en esta celebración en la que la iglesia solía llenarse de gente.

Precedían a la misa los tres toques de rigor. Al segundo de ellos, como muy tarde, los feligreses salían de casa y se encaminaban hacia la iglesia.

Al llegar a la puerta, las mujeres y las niñas se colocaban el velo y, en verano, aquellas que llevaban vestido sin mangas, se colocaban unas postizas para cubrir sus brazos. Tras estos prolegómenos entraban en el templo. Todas las mujeres, salvo raras excepciones, llevaban en la mano un misal con el que seguían el desarrollo de la misa.
A medida que iban entrando, se dirigían al atrio de la puerta Sur, la puerta del lado de la Epístola, que era un almacén de sillas de tijera. Cada mujer recogía su silla y se colocaba en la mitad anterior del templo, entre la puerta de entrada y el altar mayor. A derecha e izquierda de dicho espacio se iban formando las filas de sillas, dejando un pasillo central.
Los varones llegaban a la puerta del templo y, a diferencia de las mujeres, permanecían fuera de la iglesia hasta que sonaba el tercer toque, que era la señal definitiva para cruzar la puerta.

Los hombres vestían sus mejores galas: chaqueta, pantalón con la raya bien marcada y los zapatos tan lustrosos que uno podía verse la cara en ellos.
Entraban en el templo y se situaban en la mitad posterior, de la puerta de entrada hacia la derecha, hacia el coro. Se sentaban en unos bancos que allí estaban dispuestos. En el centro de este espacio, reservado para los varones, estaba situada una tarima y, en ella, un gran banco con brazos y respaldo en el que tomaban asiento cuatro o cinco personas: autoridades y personajes de gran peso social y económico.

Antes de cruzar la puerta del templo, al penetrar en el atrio, tanto las mujeres como los hombres, dirigían la mirada a un pequeño marco en el que, tras su cristal, aparecían los nombres las películas que se iban a proyectar en los días próximos. Los nombres de las películas presentaban a su derecha un número que correspondía a la calificación moral que merecía el film. Las calificaciones morales eran:

1.– Autorizada para todos los públicos
2.– Para jóvenes de catorce a veintiún años.
3.– Mayores de veintiún años.
3R.– Mayores; con reparos. Sólo para aquellos de sólida formación moral.
4.– Prohibida para todos los públicos

Con este rito casi involuntario todos adquirían conciencia del peligro moral que podía representar asistir al cine, aunque luego cada cual tomaba la determinación que más le placía, pues la verdad es que nunca el cine se quedó sin espectadores.

Pero no sólo mujeres y hombre asistían al Santo Sacrificio, los niños eran parte activa de la celebración. En unos bancos que se encontraban situados junto al retablo de San Antonio, al lado del baptisterio, se sentaban los niños, los varones, pues las niñas, como no podía ser de otra manera, se situaban en otro lugar. Una vez más se cumplía aquello de: “Los niños con los niños y las niñas con las niñas”.

Los niños llevaban su misa particular, pues, entre cuchicheos; patadas al de delante; golpes por la espalda al que estaba dos puesto a la derecha, tratando de que al volverse culpase al que se encontraba inmediatamente detrás de él, y un largo etcétera de pequeñas niñerías, provocaban que, en más de una ocasión, una persona mayor tuviese que llamar la atención a los más revoltosos.
Si quien les regañaba era alguno de los hombres que estaban fuera del banco central se restablecía la paz por unos momentos, pero bastaba un siseo o una penetrante mirada por parte de alguien que estuviese sentado en el banco presidencial para que la cosa fuese muy seria. ¡Tierra trágame!

El sacerdote, siguiendo el canon tridentino, se situaba dando la espalda a los feligreses. De cuando en cuando se volvía hacia ellos, pronunciaba unas breves palabras en latín (“Ora pro nobis”, “Dominus vobiscum” u “Oremus”), retornaba a su posición inicial, o sea, volvía a mirar hacia el retablo, y continuaba con sus rezos. Los fieles participaban en el culto con sus respuestas en ese mismo incomprensible idioma: el latín.

Para gran parte de los parroquianos la participación en la misa era por imitación: si alguien se ponía de pie, todo el mundo, por “efecto dominó”, iba levantándose de sus asientos. Si uno se arrodillaba, todos al suelo. Sólo unos pocos eran los que sabían la postura que correspondía adoptar en cada parte de la Misa y hacia ellos se dirigían, disimuladamente, las miradas de la mayoría.

El sacerdote leía el Evangelio de espaldas al público y en latín. Acabada la lectura, solemnemente, subía al púlpito y pronunciaba la homilía.
El púlpito estaba situado en el lado del evangelio, junto a la columna que está antes de la capilla de la Virgen de la Antigua. Era un púlpito de forja, con una copa majestuosa sostenida por una fina columna y dotado de una escalera, también metálica, que arrancaba en la puerta de la citada capilla. Sobre él se encontraba un adornado tornavoz.

La homilía acostumbraba a ser larga, y, de vez en cuando, el orador intercalaba unas frases en latín que dejaba a los feligreses boquiabiertos, claro que luego las traducía para que todos supieran lo que había querido decir.
Si no había “latinajos” faltaba algo, la homilía era “descafeinada”. Las frases en latín eran fundamentales, imprescindibles.

Cuando el monaguillo pasaba la hucha, “el cepillo”, los mayores depositaban en él unas “perras gordas” o “perras chicas”. “Perra gorda” era la denominación que recibía la moneda de 10 céntimos y “perra chica” era la que se le daba a la moneda de 5 céntimos.
Depositar las monedas en el cepillo era voluntario, excepto para las mujeres que habían cogido sillas, pues, para estas era obligada la ofrenda.

Una vez finalizada la misa, salían primero los varones, que se situaban delante de la puerta del templo, dando frente a la misma. Ver salir a las damas era fundamental. Era una ocasión única. ¡Todas las chicas del pueblo desfilando ante sus ojos... y vestidas con sus mejores galas! Algo así como lo que ahora sucede en la “pasarela Cibeles”, esa de los desfiles de moda.

Después de la misa se iba a la Plaza, donde se organizaba un paseo que era “obligatorio” para las chicas, pues a ellas no les estaba permitido entrar en los bares. Las mujeres tenían limitada su capacidad de elección entre optar por irse a sus casas o prolongar la salida dando un paseo, unas con las amigas y otras con sus novios.

Los hombres, en cambio, a las anteriores opciones podían añadir las de jugar unas partidas al dominó, al tute, al billar o tomar unas copas. Copas de vino, porque la cerveza era considerada excesivamente “cursi”. Tan cursis y caras eran que muy pocas personas se atrevían a pedirlas. Había bares en los que cuando una cerveza era solicitada tenían que ir a por ella a la casa del representante, pues contar con este tipo de bebidas detrás del mostrador era todo un lujo.

No es necesario decir que la cerveza se tomaba tal cual, a temperatura ambiente, pues los frigoríficos aún no habían llegado al pueblo. Las bebidas se enfriaban introduciéndolas en un gran barreño que contenía grandes bloques de hielo que llegaban a Encinasola procedentes de Fregenal. Conseguir que las bebidas alcanzasen una temperatura adecuada requería que estuvieran en el interior del recipiente un tiempo prolongado.
Esta forma de refrigerar las bebidas era la que empleaban los casinos, pues en las casas no se llegaba a tanto. En las casas se conformaban con atar las bebidas al extremo de una cuerda e introducirlas en el pozo durante unas horas. Con esto no se lograba que salieran lo que se dice frías, pero algo se conseguía.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

La cerveza era cosa de los pocos ricos que visitaban el bar de Candelario y el de Feliciana.
Los demas no sabiamos a que sabia
prueba de eso es que no sabiamos que era amargosa.
Se vendia en el pueblo un par de cajas en el mes.
Las cajas traian 48 botellas de un tercio.
Saludos Amigo Valonero.
F.J.

Anónimo dijo...

! Y que me dices de la novena! La de las Animas Benditas era espectacular, con Francisco Adrián cantando aquello de:
Rompe rompe mis cadenas
alcanzadme libertad
cuan terribles son mis penas
piedad cristianos piedad....
Eso por la noche en el mes de Noviembre ponia los bellos de punta.
!Lo que habia que hacer para darse una vuelta!
Saludos, pdd

 

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