miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Tabaco

EL TABACO

Fumar era cosa de hombres o, como mínimo, de jóvenes maduros. A los adolescentes les hacía gran ilusión coger un cigarrillo, prenderle fuego, darle unas cuantas chupadas y sostenerlo entre sus dedos, porque así se sentían mayores; pero tenían que hacerlo a escondidas, ya que si les descubrían sus padres se arriesgaban a sufrir un severo castigo.

El castigo no era consecuencia de que fumar fuese considerado perjudicial para la salud, porque ese sentimiento no se sentía, nadie pensaba que dar unas “caladas” a un cigarrillo pudiese ser la causa de una grave enfermedad. El conocimiento de que la adicción al tabaco pone en peligro la salud caló en la sociedad bastante más tarde. El castigo era motivado porque el hecho de que fumar se reservaba únicamente para los hombres maduros. El menor que fumaba estaba alterando la norma y, además, cometía una inaceptable falta de respeto a sus padres. Esto motivaba que los chicos, incluso cuando ya eran hombres, se abstuviesen de fumar delante de sus progenitores.

El que el joven no fumara en presencia de sus padres no significaba que estos ignorasen la afición de su hijo al tabaco, pues, a partir de cierta edad, sus procreadores ya tenían en cuenta incrementar “la paga”, que cada semana le entregaban, en la cantidad necesaria para que pudiese adquirir el tabaco que necesitaba.

En algunas casas era tradicional ofrecer al joven la oportunidad de poder encender un cigarrillo delante de la familia cuando, al estar prestando el servicio militar, venía al pueblo de permiso. Aquel encuentro con sus familiares, vistiendo el uniforme, propiciaba que el padre le ofreciera su primer cigarrillo. Esta era una situación prevista y esperada, por esto no había el menor titubeo, el soldado cogía el cigarrillo y le prendía fuego.

Otro problema que encontraban los más jóvenes era conseguir un cigarrillo. Por esto, ante esta gran dificultad, saciaban su deseo de fumar sirviéndose de hojas secas de parra y de patatas. Tomaban unas cuantas de estas hojas y las hacían picadillo refregando las manos teniendo las hojas en su interior. Una vez picadas, fabricaban sus cigarrillos. Estos eran sus “medios de circunstancias”.

Pero si los menores se veían obligados a recurrir a estos substitutivos, también aquellas personas mayores que no contaban con dinero para comprarlo tenían que hacer uso de otros procedimientos para satisfacer su pasión por el tabaco. Estos fumadores faltos de recursos conseguían la ansiada picadura recogiendo colillas del suelo. Las deshacían, reunían el tabaco de varias de ellas y, tras comprar un “librito” de papel de fumar, ya podían liar sus cigarrillos.


Sin embargo, como eran años de escasez, incluso teniendo edad y dinero había momentos en los que no se podían lograr los codiciados cigarrillos, pues no siempre había existencias en los estancos, que eran dos: el de “arriba”, el de Sixto, situado en la esquina de las calles de Mora y de Bartolomé Gómez Adame, en el número 15, y el de “abajo”, el de Rafaela, en la calle de Sevilla número 19.

Esta escasez de pitillos obligaba a los fumadores a tener que regular el consumo de los cigarrillos que tenían, ya que aunque había comercios y casinos que cuando no había tabaco en los estancos vendían algún paquete a escondidas, porque este tipo de ventas estaba perseguido, también es cierto que su precio era más elevado. Además, estas ventas no se realizaban a todo el mundo, el tabernero o comerciante sólo entregaba el tabaco a las personas que eran clientes habituales y de su total confianza. No querían correr el riesgo de ser denunciados.

El tabaco era muy fuerte, por esto, después de dar una profunda “chupada” se sentía como el humo se agarraba a los pulmones, parecía como si tuviera afiladas uñas. No era raro que tras una calada sobrevinieran toses, esputos y algún que otro mareo, especialmente si quien había dado la “trompada” era un neófito. Aquellos IDEALES de “pellejo” amarillo eran “para hombres”, luego vinieron los CELTAS, los DUCADOS y los RUMBOS, que eran algo más suaves.


El tabaco picado también era de uso común. Tan común que para los fumadores no suponía ninguna dificultad liar un pitillo con aquel fino papel de fumar, cuyas marcas más corrientes eran: “Bambú”, “Smoking”, “Jean”, “PAYA” y “Siete seis”.


Para un fumador que se preciara constituía todo un ritual tomar una de aquellas finas hoja de papel entre los dedos índice y medio de ambas manos y, subiendo los pulgares, formar a lo largo de la hoja un surco. En este surco depositaba la picadura, enrollaba el cigarrillo, humedecía con la lengua el borde engomado del papel y pegaba este borde sobre la otra parte deslizando los dedos sobre el naciente pitillo. Así quedaba formado el cigarrillo. También había unas pequeñas maquinas para liar los cigarrillos, pero eran muy pocos los que las usaban y, además, no solían funcionar bien.

El público compraba los paquetes que el estanco había estipulado vender a cada persona. Una vez adquiridos estos paquetes de tabaco, se colocaban nuevamente en la cola y repetían la operación. Cuando una persona consideraba que el estanquero le había atendido varias veces pasaba a formar cola en el otro estanco, pues, de lo contrario, corría el riesgo de estar esperando y que, al llegarle el turno, no le vendieran el paquete.


Esto duraba hasta que se acababan los paquetes o hasta que los compradores se convencían de que en el estanco había tabaco para bastante tiempo. En este caso, la mercancía resistía la fuerte demanda y, de este modo, en la expendeduría quedaban paquetes que se continuaban vendiendo con total normalidad.


Pasado el “achuchón” de los primeros momentos, los siguientes días se compraban las cajetillas que se iban necesitando, porque el “almacenado” en casa se reservaba para cuando llegasen las “vacas flacas”.


Había tabaco liado y de picadura. De entre las marcas de tabaco de picadura, el más popular era el vulgarmente conocido como “caldo de gallina”. Se trataba de unos cigarrillos que venían liados, pero el papel no estaba pegado y las puntas estaban reliadas, de forma parecida a como vienen los papelillos de los caramelos. Para liar el pitillo había que soltar los extremos, apretar un poco las vueltas del papel y pegarlo. Era más caro y, por esto, no era de uso general. Además, como estos cigarrillos traían bastante cantidad de tabaco, era normal quitarles un poco de picadura y, así, de cada dos de ellos podían sacarse tres. Eran muy pocos los que fumaban puros. Prácticamente se reservaban para las bodas.

1 comentario:

Jesús F. Sanz dijo...

Otra vez ha vuelto la costumbre de liar los cigarrillos con la mano, se ha recurrido a este sistema
principalmente porque es más económico, su coste es al menos la mitad que la cajetilla habitual, que está ahora por el orden de tres o cuatro euros (más de 600 pesetas), nunca nos lo hubiéramos creído los aprendices a fumador; se trata de una bolsa de plástico conteniendo tabaco de hebra, al estilo del que se utiliza para la pipa, este se lía normalmente con papel de fumar y además se le pone un filtro en un extremo para fumar por ese lado, los filtros se venden por separado así como el papel. Con este procedimiento se ha logrado, yo creo que sin querer, que el fumador habitual lo haga de forma más espaciada, consiguiendo de ese modo fumar menos, algo muy importante para la salud.
Hay que tener en cuenta que para efectuar el ritual de liar un cigarrillo se requiere estar en un lugar abierto y apacible, además de estar rodeado de un ambiente distendido; de no concurrir estas circunstancias daría lugar a que el fumador desistiera de liar su cigarro, con lo que se lograría que fumara aún menos, pudiendo darse el caso que lo abandonara definitivamente o, por el contrario, optara por recurrir otra vez a la cajetilla con el consabido aumento de precio, depende de cada bolsillo…
Cordial saludo

 

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23 MARZO 2007

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