martes, 5 de octubre de 2010

La vida en el Pueblo


LA VIDA EN EL PUEBLO

Hasta no hace muchos años los contactos de Encinasola con el exterior eran escasos. Aparte del coche del “tío Relojero”, que iba a por el Correo; de la Roa de “tío Manolico”, que traía el pescado desde Fregenal; los viajes de los camiones de “los Peatones” y de “tío Ascensión” y aquel vehículo de “tío Rufo”, con carrocería de madera a modo de furgoneta, que lo mismo servía para trasladar muebles que para llevarnos a jugar un partido de fútbol a Galaroza, pocas eran las ocasiones en las que alguien salía del pueblo.

Por cierto, ver arrancar a aquellos vehículos llamaba la atención de los niños, y también de algún que otro adulto. Todos los camiones eran servidos por un conductor y un ayudante. Para poner en marcha el motor, el conductor se sentaba al volante y el ayudante cogía la manivela y la introducía en un orificio que se encontraba en la parte delantera del vehículo. A continuación giraba la manivela con toda su fuerza, haciendo que el motor se pusiera en marcha. Decían que manejar la manivela podía llegar a ser peligroso, pues, si no se hacía como era debido, podía dar un fuerte impulso giratorio y romper la muñeca del que la manipulaba.

Para ir a Fregenal, el coche del Correo, que diariamente hacía el recorrido, invertía más de una hora, pues la estrechez de la carretera y la almendrilla que constituía el firme de la misma sólo permitían circular a una velocidad reducidísima, inferior a 20 Km/h.

Esta situación no era exclusiva de nuestro pueblo, sino que era el patrón que regía en infinitas localidades rurales que se encontraban alejadas de los centros sociales, culturales y comerciales de importancia, aunque tal vez en Encinasola fuese más acentuada. Esta circunstancia, la distancia, que al unirse al hecho de que su situación geográfica les mantenía fuera de las vías importantes de comunicación, hacía que estas poblaciones no fueran lugares de paso, sino puntos de destino.

Entre los asiduos visitantes de Encinasola podríamos citar: algunas compañías de teatro que, de cuando en cuando, se acercaban al pueblo, donde permanecían varios días ofreciendo su repertorio de representaciones; los “viajantes”, que llegaban cargados con unas grandes y pesadas maletas en las que traían las muestras de los artículos que representaban con el fin de mostrárselos a los comerciantes para que estos pudieran elegir lo que deseasen comprar; los “chatarreros”, que recogían cualquier trozo de hierro, aluminio o plomo que cayese en sus manos; los sogueros, que colocaban unos aparatos en la puerta del bar “La Parrita”, en la calle del Campo, y aprovechaban toda la longitud de esta calle para confeccionar pesados rollos de soga, y los cobradores de la “contribución”, estos se hospedaban en la pensión que había en la calle de Oliva número 18, a cuya puerta se formaba una gran cola, pues todo el pueblo tenía que ir irremediablemente a pagar su “contribución”, o sea, sus impuestos.

Hace cincuenta años incluso había escasez de dinero circulante, lo que obligaba a que determinados negocios, especialmente las panaderías, extendieran vales canjeables por pan. Estos vales, dentro del pueblo, llegaron a desempeñar el mismo cometido que la moneda legal. De hecho eran “papel moneda”. Todo se podía pagar y comprar con estos vales. Podríamos decir que los trabajos se valoraban en panes.

Los panes eran “papel moneda”, pero resulta que los huevos eran “moneda en metálico”. El huevo constituía otra unidad monetaria. Teniendo huevos se tenía de todo. El valor de las cosas se expresaba en panes o en huevos.

Diríase que el reloj que regulaba el paso del tiempo para estos pueblos había ido más lento que lo hacía para otros lugares.

El léxico de Encinasola es un aspecto muy digno de tener en cuenta. Recientemente, en las páginas de “El Picón” se publicó un vocabulario que nos ofrece una visión de la riqueza del "habla marocha”.
Estudios realizados por lingüistas extremeños han puesto de manifiesto que la forma de hablar de Encinasola entra dentro del área de influencia del habla de Extremadura. El "habla marocha" constituyó siempre una excepción al relacionarla con las de su entorno, pues carece del deje de los pueblos extremeños vecinos; se ve libre tanto del típico ceceo onubense como del característico seseo hispalense y, al mismo tiempo, la elle se pronuncia con absoluta claridad, sin ese “yeyeo” tan extendido por los pueblos vecinos.

Aunque a mediados del pasado siglo ya era extraño ver a alguien con alguna prenda de frisa, aún pudimos llegar a conocerla. La frisa era un durísimo tejido que se había confeccionado en los telares caseros del pueblo. Cuando veíamos y palpábamos aquel recio tejido nos preguntábamos por el enorme trabajo que debía suponer confeccionar con él una chaqueta, pues diríase que las agujas tenían que haber sido clavadas a martillazos.
Como hecho anecdótico, y justificativo de su rigidez y dureza, tuvimos noticias de que en una ocasión, a finales del siglo XIX o principios del XX, y en el transcurso de un duelo, un marocho recibió un tiro de revolver y el proyectil fue incapaz de atravesar la chaqueta y el chaleco, que estaban hechos de frisa.

Los pueblos tenían su propia y característica forma de vestir, pues la lentitud del reloj también afectaba a la moda, que tardaba tanto en llegar que, cuando lo hacía, ya había cambiado. Por eso era tan fácil localizar al hombre de pueblo en las ciudades. Las botas de “brochas”, el pantalón de pana y la maleta de madera eran sus signos característicos.

Hoy, los jóvenes ponen remiendos a sus pantalones. Es la moda. Pero esa moda ya era conocida en los años cincuenta, sólo que, entonces, era obligada. Los pantalones se rompían y nuestras madres los remendaban con gran habilidad y utilizando el primer trozo de tela que encontraban. Para los primeros remiendos elegían una tela que no desentonara, pero al final, cuando ya eran numerosos los parches, se olvidaban del color e incluso del tipo de tejido. De aquí que, a veces, eran tantos los remiendos y tan variados los colores que presentaban las prendas que se hacía imposible saber cual había sido su tono original.

Las familias estaban más unidas. Había mayor convivencia entre sus miembros. En invierno, cada día, después de finalizado el trabajo, la familia se reunía al calor de la chimenea. Allí, todos reunidos, comentaban las incidencias que se habían producido, planificaban el trabajo de la siguiente jornada y junto a la chimenea colocaban la mesa y organizaban lo que hoy llamaríamos “una cena de trabajo”.
Esta comunicación hoy es más difícil porque la televisión enmudece a la familia y los horarios tan dispares que rigen para cada uno de sus componentes dificulta que todos coincidan a la hora de cenar.

¡Todo ha cambiado! El coche permite ir de un sitio a otro con suma rapidez. Los que residen fuera nos traen y transmiten nuevas palabras, nuevos acentos, la moda actual, etc. Pero, quien ha desempeñado un importante papel en el cambio de la vida de los pueblos ha sido la televisión.

La “tele” es un medio unificador de costumbres, léxico, moda,... todo lo alisa, todo lo iguala. La inmediatez entre el hecho y su conocimiento ha superado todas las barreras que imponían el tiempo, el espacio, los accidentes geográficos y las posibilidades económicas.
Los primeros de estos aparatos que llegaron al pueblo se instalaron en los bares y a los jóvenes, aquellos que ya habían dejado atrás la posibilidad de jugar al “chicuento” o al “repión”, (que es como se denomina en Encinasola al juguete denominado trompo, peonza o peón) les supuso perder uno de los pocos entretenimientos que tenían en aquellos años: jugar al billar.
La tele les privó de la mesa de billar del “Bar del Rincón”, que era el nombre que dábamos al Casino de tío Antonio, pues las voces de los que practicaban este juego no permitían al resto de la clientela enterarse de los programas que ofrecía la pequeña pantalla.
Posteriormente, con el paso del tiempo, este aparato influyó decisivamente en el cierre del cine. ¿Para qué pagar por ver una película, si la tele la daba gratis?
Una de las televisiones más vistas del pueblo fue la que se instaló en la casa rectoral, en la “casa del cura”, que en aquellas fechas era Don Horacio . Allí se reunía un montón de gente joven y, allí, Don Horacio daba cabezadas cuando el sueño le rendía, pero, a pesar de que el cansancio superaba sus fuerzas, nunca dio la menor muestra de que desease que los chicos se marchasen de su casa.

Hoy, merced a las comunicaciones y al trasiego de personas, se han eliminado muchas diferencias entre los pueblos. Ha mejorado la calidad de vida y, aunque por cuestiones de economía, servicios, demografía, etc. haya diferencias entre las ciudades y los pueblos, lo cierto es que el cambio ha sido muy importante.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido amigo:He disfrutado como vulgarmente se dice como un cochino en un charco, leyendo tu prologo y tu relato, he visto ese niño que llevas dentro y al mismo tiempo he regresado al pasado, viviendo los acontecimientos que tu de una manera tan facil has relatado.
Te felicito de corazón esto promete tendras un fiel seguidor en mi persona.
Un abrazo,Fontenla

Anónimo dijo...

Compañero de fatigas en la pagina,

es grato leer tus articulos que nos

recuerdan nuestra niñez, no tan

boyante como hoy en dia.

Pero fuimos felices por no conocer

otra mejor. Sigue, Saludos.F. J.

Anónimo dijo...

Apreciado paisano:me has transportado a mi infancia y adolescencia, también yo lo que mas recuerdo de Encinasola son esos tiempos a la vez que los añoro. Seguiré tus relatos con ilusión y agradecimiento por publicarlos.

Anónimo dijo...

Gracias a todos por vuestro apoyo.

Vaello y Pilar. Lamento no poder dirigirme a vosotros personalmente, pero mi agradecimiento es grande.
Valonero

Anónimo dijo...

La verdad sea dicha, estos relatos merecen estar expuestos en un libro.

 

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