martes, 15 de febrero de 2011

Los Quintos

LOS QUINTOS


¡Se van los quintos! Atrás quedó “el día de la marcación”, que tenía lugar, cada año, el tercer domingo del mes de febrero.

Este día de la marcación tocaban las campanas llamando a los mozos que aquel año cumplían los 18 de edad. Al sonar el toque de la campana, los “muchachos” se dirigían al Ayuntamiento luciendo su traje nuevo. Porque era de rigor estrenar un traje el día de la marcación.

El pregonero se situaba en una ventana del Ayuntamiento y a medida que nombraba a los mozos estos subían las escaleras, ascendían a la primera planta y, una vez allí, se colocaban en la talla para que se determinara su altura. A continuación, el médico les medía el perímetro torácico y los reconocía. El resultado era: útil, si pasaban satisfactoriamente las pruebas, o inútil, en caso contrario.

Este último resultado impedía hacer el servicio militar. Ser declarado inútil suponía un serio disgusto para el mozo y para su familia. Haber sido inútil para el servicio militar podía suponer incluso un serio problema a la hora de encontrar novia. ¿Quién no ha oído contar que hubo alguien que estando enfermo ocultó su mal para ir a la mili?

Tras la marcación empezaba la fiesta. Era una fiesta “civilizada”. Los quintos de Encinasola siempre fueron pacíficos. Cuando en los últimos años en los que celebró este proceso llegaron a nuestros oídos los excesos que se producían en otros lugares, no podemos dejar de sentirnos orgullosos del civismo de que hicieron galas los jóvenes marochos. En Encinasola, la celebración de los quintos se resumía en estar todo el día de copas, preparar alguna caldereta y, lo más importante, cantar a todas horas las “coplas de los quintos”:


Vamos los quintos “parriba
que nos llaman las campanas.
Que nos van a sortear
a las diez de la mañana.
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Si se hundiera la plaza
y la calle de la fuente,
Si se hundiera la plaza
y la calle de la fuente,
las casa consistoriales
donde se juega mi suerte.
----&&&&&&----
Si te toca te “joes
que te tienes que ir.
Que tu madre no gana
Para librarte a ti.
Para librarte a ti.
Para librarte a ti.
Si te toca te “joes
que te tienes que ir.
----&&&&&&----
Ahí la llevas valiente
mátala, mátala,
si no tienes navaja
tómala, tómala.
Tómala, tómala (bis)
si no tienes navaja
tómala, tómala.
----&&&&&&----
Las madres son las que lloran
que las novias no lo sienten.
Se juntan cuatro chavales
y con ellas se divierten.
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Madre los quintos se van
y se llevan a mi hermano.
Ya no tengo quien me traiga
los pañuelos de la mano.

Aquella noche las calles del pueblo se inundaban de cuerpos tambaleantes y de canciones, unas, cantadas para acompañar los inseguros pasos y, otras, interpretadas junto a las rejas de las novias.
A ellas, a las novias, se dirigían las “serenatas”. Las serenatas eran muy importantes ya que, en aquella larga noche, no era posible dejar de pasar por la puerta de la casa de la novia y, menos aún, no dedicarle una canción.

Unos grupos de quintos interpretaban las serenatas de viva voz, sin acompañamiento musical, y otros recurrían a contratar los servicios de alguien que tocara un acordeón, una trompeta, un clarinete, o cualquier otro instrumento para, de esta forma, dar más categoría al homenaje que se ofrecía a las novias del grupo. Las notas del instrumento, lógicamente, imprimían una mayor sonoridad y belleza a las canciones.


Y llegaba el día siguiente. El mozo se sentía otro. Ya lo habían “marcao”. Ya no era tan “mozo”. Ya era un hombre. Acababa de traspasar el segundo punto de referencia para medir “su” tiempo: El primer acontecimiento que había jalonado su vida había sido la Primera Comunión y a partir de ahora podría referirse a lo que le sucediese tomando como punto de referencia el día de la marcación: “Antes de que me marcaran... Después de la marcación...”.


En el otoño llegaría “el día del sorteo”. Otro día de fiesta como el anterior. Volvían las muestras de alegría y los momentos de vino y de canciones. Se repetía la noche de la marcación; pero tras este día de irreflexión había que enfrentarse a la realidad. El enfrentarse a la realidad consistía en que, al día siguiente, la alegría vivida se tornaba en inseguridad y preocupación, porque ¿A dónde le había tocado al muchacho? Los padres también se hacían esta misma pregunta y trataban de hallar respuesta a la misma. Sin embargo, resolver este enigma no era tarea fácil. Las comunicaciones eran difíciles y se tardaban varios días en conseguir la respuesta. Cuando llegaban las listas había alegrías, disgustos y lágrimas.


Aquellos jóvenes que nunca se habían alejado del pueblo, aquellos mozos para los que los “Baldíos” y “las Contiendas” habían sido los confines de sus desplazamientos veían como después del sorteo su mundo se ensanchaba considerablemente, pues meses más tarde unos irían a Cataluña, otros al Sahara o a Madrid y, los más afortunados, a Sevilla. ¡Sevilla! Menudo alegrón para estos. Para los otros, caras largas.


Algunos de aquellos jóvenes no habían hecho otra cosa en su vida que trabajar. Ni siquiera les había sido posible dedicar un mínimo de tiempo para aprender a leer y escribir. Ahora se daban cuenta de lo necesario que eran estos elementales conocimientos porque ¿cómo iban a poder comunicarse con su familia? y, especialmente, ¿Cómo podrían mantener una mínima confidencialidad, intimidad, con su novia?
Había quien, resueltamente, se decidía a aprender lo necesario para poder dirigir unas líneas al pueblo. Y, en muchos casos, eran las propias novias las que les proporcionaban estas enseñanzas. ¡Cuántas noches se pasaron dándole a las letras! ¡Cuántas veces se desesperaron ante la dificultad que encontraban!
Una vez en el Ejército, quien había superado este esfuerzo lo veía recompensado; pero eran muchos los que tenían que recurrir a que algún amigo les leyese las cartas y les diera respuesta.


El número de los que carecían de un mínimo nivel de conocimientos era tan elevado que en la “mili” existía una actividad conocida como “Extensión Cultural”. La Extensión Cultural consistía en dedicar las tardes completas a clases de lectura, escritura y cálculo. En una Compañía de doscientos hombres era normal que asistiesen a estas clases más de ciento cincuenta.
La asistencia a la Extensión Cultural era obligatoria y para forzar a los soldados a obtener el máximo provecho de las mismas no se les concedía ningún permiso en tanto no lograsen aprender a leer y a escribir. Incluso se podía retrasar su licencia a aquel que, al llegar el momento de la misma, no había alcanzado el nivel exigido.

Y..., en febrero, la incorporación a filas.
Días antes comenzaban los preparativos: había que dotar al “muchacho” de ropa adecuada, hacer algunos dulces y proporcionarle algo de chacina. La ropa había que marcarla, no era conveniente que sus prendas pudieran ser confundidas con las de otro. También se encargaba la maleta al carpintero. La maleta era de madera y solía hacerse de las finas tablas de los cajones en que llegaba al pueblo el tabaco. Eran unas maderas fuertes y muy finas, con lo que se conseguía una maleta resistente y de “poco” peso. A pesar de la presumible consistencia de este tipo de maletas, había que tratar de que su duración estuviese garantizada y, para esto, para que no se estropease, se reforzaban las esquinas con cantoneras de chapa, los bordes con chinchetas y el cierre, además de la cerradura, se aseguraba con dos “cangrejos”.
Como todas las maletas eran iguales se diferenciaban unas de otras colocándoles las iniciales del nombre y apellidos del propietario por medio de unas chinchetas que se clavaban en la parte superior, junto a la cerradura.


Unos días antes de la marcha, los futuros soldados empezaban a despedirse de los vecinos, amigos y conocidos. La despedida consistía en ir casa por casa para decir adiós. En cada casa, los mozos recibían consejos, palabras de ánimo y un obsequio. En unas casas les daban dinero, en otras, huevos, dulces, etc.
No podían olvidar pasar por ninguna de “sus” casas, pues esta omisión podía ser considerada como una ofensa y, en este caso, no faltarían las quejas de las familias que involuntariamente habían sido olvidadas. No sólo podía haber quejas, sino que para algunas personas el hecho de que un mozo se hubiese olvidado de pasar por su casa a despedirse podía dar lugar a que se sintieran tan seriamente ofendidas que, durante algún tiempo, manifestaban su enfado negando cualquier tipo de conversación o saludo a la familia del quinto que había cometido el olvido.


Estos días previos a la despedida, los “quintos” eran bombardeados por continuas advertencias y recomendaciones. Su madre no perdía la ocasión de adosar a la camisa un bolsillo interior en el que se guardaría la mayor parte del dinero que llevaría consigo. Este bolsillo iba cosido por los cuatro costados. Cuando el futuro soldado llegara al destino tendría que descoser uno de sus lados para poder recoger “las perras”. Había que poner remedio para evitar los robos, porque “en las capitales son muy listos y te roban sin que te enteres”.


El día de la marcha, unos camiones se ponían junto al almacén de tío Ascensión. Allí donde acababan o empezaban, según se mirase, los enormes eucaliptos que jalonaban la carretera de Fregenal.
Y allí, a esos camiones, subían los quintos con sus maletas de madera y con sus cajas de cartón. En la maleta iba la ropa ¡Que hace mucho frío fuera del pueblo! Y en las cajas de cartón iban los chorizos y los morcones. Esas chacinas que con tanto afán e ilusión esperaban en el cuartel los paisanos que estaban a punto de licenciarse. Porque los paisanos veteranos ya sabían quienes eran los que les iban a relevar y les estaban esperando para recoger los paquetes que les mandaban sus padres y sus novias, para enterarse de las noticias del pueblo y para celebrar, junto con los recién llegados reclutas, su inminente licencia.

Junto a los camiones, esperando que emprendieran la marcha, estaban todas las familias llorando.


También estaban allí las novias, y el “quinto” aprovechaba el momento para que fuese conocida oficialmente por la familia. Las familias y las novias se saludaban y, a partir de entonces, se entrecruzaban sus vidas. Cada semana, que era cuando la novia solía recibir una carta, iba a casa de los padres de su novio a contarles las noticias. ¡Que vergüenza la primera vez! Luego, las siguientes semanas, ya todo se veía más normal.


Los camiones les llevaban a Huelva. Una vez allí, en la Caja de Reclutas, se formaban las Partidas Conductoras que los llevarían a los diferentes puntos de destino.


Esta última fase se realizaba por ferrocarril. Era este un viaje lento, incómodo. A la propia lentitud del tren, y al hecho de tener que parar en todas las estaciones y apeaderos, había que añadir los días que los vagones que transportaban a los quintos permanecían detenidos en “vías muertas” en algunas estaciones. Por esto, el traslado desde Huelva hasta Barcelona podía durar diez o doce días.


Al llegar al destino, su primera experiencia iba a consistir en ver su cabeza rapada. Al corte de pelo riguroso seguía la entrega del uniforme y del mosquetón. Tan pronto como el marocho se veía vestido con aquel mono y empuñando el arma, se colocaba delante de una cámara fotográfica para envíar a su novia y a su familia un testimonio gráfico de su presencia en el cuartel.


A partir del momento de la llegada a la Unidad, las cartas eran el único contacto que se iba a mantener entre el soldado y su familia, y el deseo de recibirlas desbordaba la impaciencia de unos y de otros. Las cartas estaban rodeadas de cierto formalismo. No era posible comenzar una carta sin que después de la fecha faltase la frase “Queridos padres y hermanos: Deseo que al recibo de la presente os encontréis bien, yo quedo bien gracias a Dios”. Una vez escrita esta frase, podía pasarse a contar los acontecimientos que se habían producido desde que se escribió la carta anterior.


Para el soldado, la hora de la comida era el momento más deseado, pues era entonces cuando el Cabo de Cuartel leía en voz alta las direcciones que figuraban en los sobres que acababan de llegar y que iban a ser entregados a sus destinatarios.


La impaciencia de las familias no era menor, por esto, todas las tardes esperaban con ansiedad que "el señó" Juan, el cartero, llamara a la puerta de sus casas y les entregara la carta de su hijo. Pero, a veces, la impaciencia era tal que no era raro que algún miembro de la familia se acercase a la cartería para, tras esperar un buen rato ante la puerta, recoger la carta del quinto. Una vez que "el señó" Juan terminaba la distribución de la correspondencia abría la pequeña ventanilla que daba al pasillo de su casa, en la calle de Portugal número 3, y los que estaban esperando pasaban ante él para ver si tenían correspondencia.


Más tarde vendrían los permisos y, aprovechando el primero de ellos, el soldado solía ser autorizado por su padre para que fumase delante de él. ¡Ya era todo un hombre!

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Madre, ya se van los quintos,
ya se va mi corazón.
Ya no tengo quien me tire
chinitas a mi balcón.

Jesús F. Sanz dijo...

No sé porqué cada vez que leo algo sobre "Los Quintos", veo alguna fotografía de gente que yo conozco o escucho alguna de sus coplas me invade una nostalgia inexplicable. Yo no fui quinto, pero entre activo y reserva mi vida militar duró unos cuarenta y cinco años; toda una vida, se dice pronto. Recuerdo con perfecta precisión cuando marcaban a los quintos en el pueblo, y todo el proceso de formas y festejos que con tanto detalle explicas en este artículo. Puede ser que mi añoranza no sea más que el resultado de recordar una juventud que, como dijo el poeta, se fue para no voñver.
Cirdial saludo

 

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23 MARZO 2007

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