domingo, 25 de diciembre de 2011

La Navidad

LA NAVIDAD

En los años a los que nos estamos refiriendo, cuando llegaba el mes de diciembre, los marochos que estaban lejos del pueblo hacían sus preparativos para regresar a él y, así, celebrar la Navidad con sus familias y amigos.

En el pueblo, por su parte, se iba generando una grata impaciencia presintiendo la proximidad de la Navidad. Una expectación que se complementaba con un incremento de los habituales sentimientos de amor y unos grandes impulsos de hacer patente nuestro sentido de solidaridad, de amistad y de generosidad hacia todos.

La radio nos ofrecía unos programas en los que podíamos escuchar a los campanilleros que, por las calles de Sevilla y con el fin de recaudar algunas pesetas, interpretaban unos magníficos villancicos. En algunas emisoras se hacían concursos de estas canciones navideñas que ofrecían una calidad extraordinaria.

Todo giraba en torno a la gran fiesta. En las casas se preparaban los dulces propios de la Navidad, “las delicias de sartén”, esto es, los prestines, el piñonate, los borrachos, etc.

Posiblemente, el primer acto navideño que tenía lugar era la confección de los prestines. La noche elegida para preparar estos dulces eran varias las mujeres que se reunían en una casa. Así, al hacerlos al mismo tiempo varias familias, les resultaba más cómodo y, por otro lado, se acompañaban unas a otras. No era extraño que, en estos momentos, se entonasen villancicos - yo los llamaría “canciones de Navidad” - y algún que otro “forraje”, que es como se llamaba a los fandanguillos.

En los corrales los gallos “barruntaban” que su fin no estaba lejos y, en las calles, se rifaban liebres, pavos y turrones.

Las liebres y pavos que se rifaban eran paseados por las calles del pueblo para que pudiera ser comprobada la calidad del producto. Las gentes compraban las papeletas, que eran unos pequeños naipes y, una vez que todas estas pequeñas cartas se habían vendido, una “mano inocente” efectuaba un corte en una baraja. La papeleta que coincidía con la carta que había sacado la mano inocente al cortar la baraja era la agraciada. La voz corría por el pueblo y, en poco tiempo, aparecía el afortunado.

Los carpinteros detenían sus habituales trabajos para dedicarse, durante unos días, a hacer “carrañacas”, que como todo el mundo sabe son dos piezas de madera, de unos 40 cm de largo, que presentan una de sus caras dentadas y en la otra llevan clavadas tres o cuatro puntillas en cada una de las cuales van dos latillas que golpean entre sí. Las latillas son dos tapaderas metálicas de cerveza o de gaseosa que han sido aplanadas y taladradas en su centro.

Todo el mundo se proveía de “fachos” para, con el pellejo de los conejos y liebres que esos días iban a dar color y sabor a las mesas, hacer unas sonoras zambombas y así, en los “zambombeos” que se organizaban en la Nochebuena, hacer cuanto más ruido mejor.

No faltaba la Lotería Nacional. Se podía adquirir en algunos comercios y, también, en la calle, pues no faltaba quien se dedicaba a la venta de participaciones de Lotería. Estos vendedores conocían perfectamente quienes eran las personas aficionadas a este juego y se dirigían a sus casas para ofrecerles los números que tenían a la venta. En realidad, esta es una Lotería en la que participaba todo el mundo. Una Navidad sin Lotería, no era completa, como tampoco lo es ahora.

La gente compraba los números que más les agradaban y, con ilusión, esperaban la llegada del sorteo. El día 22 de diciembre, al finalizar el pegadizo canturreo de los Niños de San Ildefonso, se desvanecía la esperanza que con tanta ilusión y durante tantos días había albergado Encinasola. La realidad se hacía evidente y no quedaba más remedio que reconocer que la suerte es esquiva, que está reservada a sólo unos pocos. Sin embargo, ahora que todo volvía a ser como era sólo unas horas antes, nos dábamos cuenta de que la esperanza de alcanzar un buen premio había merecido arriesgar unas pesetas. La desilusión duraba poco, tal y como ocurre ahora, y de nuevo volvía la esperanza de que tal vez la próxima vez se vería realizado el sueño de ser afortunados con el “gordo”.
El sorteo era el gatillazo de partida que nos conducía a la verdadera fiesta, la Nochebuena.

Cuando llegaba la Nochebuena, se acondicionaba el hogar para el gran evento, la cena. La cena de Nochebuena, por sí sola, justificaba que los miembros de la familia que estaban ausentes hubieran recorrido cientos de kilómetros para sentarse alrededor de una adornada mesa en la que se disponían unos alimentos elaborados con el mayor esmero y cariño.

Esas horas vividas con la familia son inolvidables, entrañables, y nuestra memoria nos las presenta rodeadas de un halo de felicidad y de una atmósfera de ternura que superan, holgadamente, cualquier otro momento de felicidad que tratemos de rememorar.

Después de la cena, una gran muchedumbre se reunía en la Plaza y, con ello, se organizaba “el paseo”. El paseo constituía el más importante evento de cualquier fiesta. Era el paseo lo que daba vida a cualquier tipo de festividad que se celebrase en el pueblo. Este deambular por la Plaza era el preludio de la Misa del Gallo, pues, de esta forma, en este paseo se iba congregando el pueblo para asistir al acto religioso que iba a dar paso a la auténtica Nochebuena.

Cuando faltaban unos minutos para el inicio de la Misa, las gentes se dirigían al templo con el fin de ocupar un asiento desde el que pudiesen asistir al Santo Sacrificio, pues llegar tarde representaba tener que estar de pie durante un buen rato, ya que esta Misa solía estar revestida de un largo ceremonial.

La Misa era solemne. El coro, dirigido por Francisco Adrián, que era quien tocaba el viejo órgano, interpretaba los cánticos de la Misa Gregoriana y unos magníficos villancicos. Todo ello acompañado no sólo del órgano sino también de carrañacas, panderetas y zambombas.

Finalizada la Misa del Gallo se producía una explosión de ruido en la que las canciones de la Nochebuena, acompasadas por los artilugios de acompañamiento propios de la Navidad (zambombas, carrañacas, panderetas, botellas de anís golpeadas con una cuchara y un largo etcétera de “instrumentos”) inundaban hasta las más recónditas calles, incluso aquellas cuya existencia algunos habían olvidado.

No nos atrevemos a llamar villancicos a las canciones navideñas marochas. En realidad son un conjunto de cantos tradicionales que se han ido acuñando a lo largo de los años. Muchos de ellos nos transmiten antiguas costumbres, historias de personajes, hechos acaecidos, situaciones jocosas, rasgos llenos de gracia... A algunos de ellos no les falta esa nota picante que sólo bajo los efectos de alguna copa de más se era capaz de pronunciar. Estos cánticos son parte de la historia vivida por el pueblo.

Con los cantos, y con su presencia, los jóvenes participaban en los numerosos zambombeos que se distribuían por todo el casco urbano. En estas reuniones, al calor de un acogedor brasero de picón situado bajo las faldas de una camilla, se daban cita las jóvenes, cuya presencia en las calles no estaba permitida, pues la “moruna” mente del marocho no aceptaba que la mujer estuviese “callejeando”.

El jaleo en los zambombeos era de tal magnitud, y el trasiego de los que entraban y salían del mismo era tan atropellado, que hay que tener en gran estima el animo y la capacidad de aguante de aquellas familias que asumían la responsabilidad de acoger en sus casas estos “puntos de estacionamiento”, estos “puntos de encuentro”, para los itinerantes cantores de esas canciones navideñas que son exclusiva e inequívocamente marochas.

A tu puerta hemos llegado
cuatrocientos en cuadrilla
Si quieres que nos sentemos
saca cuatrocientas sillas
Pepe del alma vamonos
A la ribera donde no
Donde nacista cara morena
coge la manta y vamonos.
Chimpón.

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Tras un rato cantando en el zambombeo, los chicos salían a la calle. Si les habían tratado bien en el zambombeo salían cantando aquello de:


A los dueños de esta casa
Dios les dé salud y dinero
Y a los vecinos "d'enfrente"
sabañones en los huevos.
Pepe del alma vamonos
a la ribera donde no,
donde naciste cara morena
coge la manta y vamonos.
Chimpón

Si el trato no había sido de su agrado, podían cantarle aquello de:


Me negaste los prestines,
"na" me diste de beber.
Métetelo "to" por culo
y revienta de una vez.
Pepe del alma vamonos
a la ribera donde no,
donde naciste cara morena
coge la manta y vamonos.
Chimpón


No creo equivocarme si digo que los cantos que más se oían por las calles del pueblo eran los que siguen:


Del toronjil que cuelga
de tu ventana.
Niña que voy de ronda
dame una rama.
Que tomillo verde,
que verde retama,
que corazón prenda,
que prenda del alma.

Dame una rama,
la serranita,
que por el mundo andaba
perdidita,
Jesús que dolor, dolor
muerto de pena,
rendido de dolor;
Tú conmigo, yo contigo
he de vivir penando
penando los dos.
Si, no.
He de vivir penando
penando los dos.

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El perro de tu cortijo
me acaricia cuando llego
y tu mala personita
se esconde cuando me acerco.
Que toquen los maitines
que repique España,
que ha nacido un niño
entre las montañas.
Que toquen y retoquen
que vuelvan a tocar
que ha nacido otro
entre España y Portugal


Tras la Nochebuena, el día 25, el pueblo resurgía lentamente de su letargo, se desperezaba pesadamente. Le costaba ponerse en marcha. Era el día de la resaca.

En Encinasola, actualmente, la Nochebuena presenta una nueva forma de celebración que consiste en quemar un gran tronco de encina en la Plaza. Respecto a esta fogata, que puede parecernos una reciente manera de conmemorar la Navidad, ofrecemos unas líneas de un artículo que aparece en el Semanario Pintoresco, pagina 6, tomo correspondiente al año 1844. Dice así:

“A primeros de diciembre comienzan los agricultores a reunir el acopio pascual y entre los objetos que lo forman merece especial atención el cabecero o nochebueno, que es un enorme tronco de encina o de quejigo, el cual ha de arder en el lugar en la ocasión que su nombre indica, guardando después la parte respetada por el fuego para aplacar la cólera divina durante las tempestades volviéndolo a encender al momento que retiembla el trueno y brilla la luz de los relámpagos”.
A la vista de lo que acabamos de leer, no parece que esta hoguera sea un nuevo descubrimiento.

Aún nos quedaba el Fin de Año que con sus uvas, bueno, en aquellos años no eran uvas lo que se tomaban, sino pasas, y alguna que otra reunión privada constituía la fiesta pobre de estas fechas, ya que el día de Reyes le superaba, aunque sólo fuera por la ilusión de los más pequeños al comprobar, nerviosamente, como los Magos de la Ilusión les habían depositado un puñado de golosinas y ese juguete que le permitiría concentrar su atención, su tiempo y, a veces, su agresividad.

Había quien, cuando estaban próximas las doce de la noche, para celebrar la entrada del Nuevo Año colocaba encima del mostrador de un casino doce copas de licor que iba tomando al ritmo que marcaba la campana del reloj de la torre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

He leido tu Navidad Marocha y el ordenador se ha impregnado a olor a prestines y a sones de la infancia. Que los Reyes te traigan grandes sacos de salud y memoria para que sigas recordandonos nuestros orígenes.
pdd.

Anónimo dijo...

Gracias Pilar.

jdvalonero@gmail.com

Ese es mi correo. Un saludo
Valonero

 

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