viernes, 25 de noviembre de 2011

El Apañijo

EL APAÑIJO


Aún es noche cerrada cuando los que van a ir a recoger aceitunas se levantan de la cama. Un ligero aseo y el desayuno. Un desayuno que, normalmente, consistirá en unas rebanadas y una taza del negro líquido obtenido de la ebullición, en un puchero de barro, de unas cuantas cucharadas de cebada tostada. Un líquido al que, ostentosamente, se le llama café.

El tiempo justo de terminar el desayuno y empiezan a oírse las llamadas de las caracolas, esas conchas marinas de grandes dimensiones que, convenientemente agujereadas, permiten emitir unos sonidos que son característicos de cada una de ellas. Esa diferencia entre sus sonidos es lo que posibilita que se distinga cual es la cuadrilla que está siendo llamada

Al oírse la caracola correspondiente se coge la talega con el almuerzo, normalmente compuesto por pan, tocino, chorizo, tortilla y alguna pieza de fruta, y se marcha al lugar de reunión de la cuadrilla. Cuando están todos, se inicia la larga caminata para encontrarse en el olivar al despuntar el día.

El proceso para recoger las aceitunas es simple. Los vareadores se encargan de echar el fruto al suelo, vareando u ordeñando, y los demás, principalmente mujeres y jóvenes, se encargan de recogerla, lo cual se hace directamente de la tierra o, en otras ocasiones, se recurre a extender unas lonas que facilitan el trabajo.

El frío es tan intenso que es necesario, en ocasiones, confeccionar una especie de dedales con cáscaras de bellota. Con ello se evita el fuerte dolor que se produce en la yema de los dedos al rozar una y otra vez sobre la tierra, que está endurecida por la escarcha.

Se empieza a trabajar entre quejas, maldiciones, sonrisas, risotadas y miradas furtivas entre los más jóvenes, ¡de todo hay!

Las mujeres maduras, con el desparpajo fruto de la edad y de la experiencia, se erigen en las cabecillas del grupo y no es extraño que cuando hay un chico jovencito dirijan la ya preparada y premeditada operación de darle los “perros cultos” ¡Menuda broma, eso de los perros cultos!

Los perros cultos suponían, para quien los sufría, una gravísima humillación. Consistían en que varias mujeres sujetaban fuertemente al joven, le bajaban los pantalones y le refregaban con barro sus partes innombrables. Para el joven que sufría los perros cultos la afrenta no quedaba en el mal trago de padecerla, sino que se convertía en deshonra cuando, de regreso al pueblo, las mujeres divulgaban a los cuatro vientos su proeza.

Bien entrada la tarde se da por terminada la faena y se procede a pesar las aceitunas recogidas por cada uno de los miembros de la cuadrilla, pues será este peso el que determine el dinero a pagar a cada uno de ellos.

De regreso al pueblo, aun a pesar del cansancio, se viene entre risas, cantos y comentando los acontecimientos que se han producido a lo largo del día.

Atrás queda la dura jornada, ahora hay que reponer fuerzas para encarar la del día siguiente. Sin embargo, para los hombres aún habrá tiempo y ganas de salir a jugarse al tute el “botellín de tintorro”. Las mujeres se quedan en casa preparando la cena, pues ya se sabe que ¡Mujer casada, pata quebrada! Y las que no están casadas… tampoco salen. ¡Para que se vayan acostumbrando!

Las aceitunas son llevadas al molino, a la almazara, donde se puede elegir entre varias formas para transformarlas en aceite. Estas variantes las podemos resumir como sigue:

  • Hay quien reserva unos atrojes y en ellos va depositando las aceitunas que recoge a lo largo de toda la temporada. Cuando toda la aceituna está recogida se procede a su molienda y, con ello, se retira el aceite que salga.
  • Otros optan por pesar cada día la aceituna que recogen. Estos pesos se van acumulando, de esta forma, cuando termina su recolección, el propietario de las aceitunas suma las entregas efectuadas y es entonces cuando puede optar por percibir en metálico lo que ha supuesto la cosecha (en el caso de que esta opción no la haya ido ejerciendo día a día) o bien cambiar la recolección por aceite. Para esto, al principio de la temporada, los dueños de las almazaras han fijado una determinada cantidad de kilos de aceitunas por cada arroba de aceite.

El trabajo en el molino era un aliciente más a los ojos de un pequeño que corría por entre los capachos de esparto y el orujo.

Era maravilloso ver cómo las aceitunas, que se depositaban en una torva, subían solas, merced a un tornillo sin fin, hasta la parte más alta del molino. Desde allí caían sobre la yusera del alfarje, entre los pesados rulos en forma de cono, que las iban triturando y desplazando hasta el borde. Una pala metálica las arrastraba hasta el orificio a través del cual caían a una especie de depósito. De aquí, eran cogidas con cubos y puestas encima de los capachos de esparto, que estaban a su vez colocados sobre un carro metálico. Cuando se completaba la cantidad de aceituna que correspondía a cada capacho se ponía otro encima, para lo cual había que “enhebrarlo”, por el orificio que presentaba en el centro, en un largo eje que tenía el carro. Esto hacía que los capachos se mantuviesen ordenados los unos sobre los otros y, más tarde, este eje serviría para que el carro se elevase en la prensa

Una vez que se había completado la pila de capachos se llevaba el carro a la prensa hidráulica, donde el carro se iba elevando y los capachos se comprimían contra la parte superior de la misma.

El aceite empezaba a manar por entre el esparto e iba a parar a las grandes tinajas que estaban en el suelo.

Cuando la prensa finalizaba su cometido se retiraban los capachos y se sacudían junto a una pared. Allí se acumulaba el orujo que, más tarde, era retirado en unos grandes camiones que lo llevaban a otro pueblo para que unas prensas más potentes obtuviesen más aceite a partir de este producto.

Horas y horas viendo las mismas operaciones al calor de aquel gran fuego que nunca se apagaba y en el que por las mañanas los molineros preparaban unas enormes rebanadas de pan, tostadas o fritas, y a la hora de comer unas sabrosas migas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que buenas tostas me comi yo en el molino de Azuela, donde mi cuñado Juan Rato trabajaba y recuerdo que mi madre me mandaba a buscar brasas con la pala para encender el brasero.Un abrazo.Antonio Vaello

Anónimo dijo...

Yo me las comía en el de Francisco Salomé. Nunca olvidaré aquella enorme sarén en la que hacían unas migas insuperables.
Tío Francisco me trató siempre con cariño

 

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23 MARZO 2007

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