jueves, 5 de agosto de 2010

LA FERIA


En Encinasola, desde que en 191 se instituyese la Feria, el mes de septiembre ha sido sinónimo de fiesta. Este mes se encara con el punto de mira puesto en esos días durante los cuales se produce en el pueblo una explosión de alegría.

En los años de mediados del siglo XX, éstas eran unas fechas en las que las calles se inundaban de música, en las que el pueblo se veía invadido por un gentío de visitantes, pues durante la Feria, la del 17 al 20 de septiembre, era cuando se daban cita en el pueblo las familias que durante el resto del año vivían en el campo o en otros pueblos y ciudades.
Estas fechas eran las más apropiadas para que algunos chicos jóvenes estrenaran ese traje que iba a durarle media vida y para que las chicas aprovechasen estos días para calzar, por primera vez, aquellos zapatos de alto tacón que tanto dificultaban el caminar por el empedrado de las calles marochas.

Los más pequeños también daban rienda suelta a sus ilusiones, no en vano habían ido reuniendo unas “perras” que, con paciencia y constancia, habían ido introduciendo en la hucha, a la ellos llamaban “bucheta”. Ahora llegaba el momento de abrir esta caja y comprobar lo provechoso que había sido el esfuerzo. Estos ahorros iban a permitirles “sacar el máximo jugo” a la feria.

Allá por los años cincuenta, el pueblo contaba con 7.200 vecinos y durante los días de Feria este número se veía ampliamente superado. El gentío hacia rebosar los múltiples locales de diversión y las atracciones que, durante esos días, se instalaban por doquier.

La Plaza era el corazón de la Feria. Aunque había atracciones, diversiones, montadas en diferentes lugares del pueblo, lo cierto es que todo el peso de la fiesta giraba en torno a la Plaza, que aparecía transfigurada y empequeñecida.
La Plaza aparecía transfigurada porque en los días previos a la Feria se dificultaba que llegase a ella, durante el día, la luz del sol y, durante la noche, el brillo de las estrellas. Esto era debido a que su “techo” se cubría de una densa capa de bombillas; banderas de papel de todas las naciones del mundo, que le daban un colorido impresionante; y farolillos, también de papel. Este conjunto de bombillas, banderas y farolillos daban a la Plaza un toque llamativo y elegante.
La Plaza se veía empequeñecida porque en estos días se incrementaba el número de veladores que los bares situaban frente a sus puertas, por el sustancioso espacio que ocupaba “la Caseta” de baile que en ella se instalaba y, sobre todo, por el enorme gentío que se apretujaba por encontrar un hueco en ella.

No podemos resistir la tentación de enumerar la existencia de seis bailes: el del Casino de la Unión, en el número 2 de la calle de la Botica; el de tía Salud, en el número 2 de la calle de Oliva; el que se montaba en el gran patio del casino de Arturo, en la Plaza; los que montaba el Ayuntamiento en la Plaza, que eran tres: “el del paseo de arriba”, “el del paseo de abajo” y “la Caseta”. Se llamaba la caseta a un acotado, carente de techumbre, que instalaba el Ayuntamiento en la misma puerta de la Casa Consistorial y que consistía en delimitar una parte de la Plaza mediante una baranda de madera, por dentro de la cual se colocaban unos veladores. En sus inicios, esta caseta tuvo en carácter elitista.

Para acceder al baile los hombres tenían que sacar la correspondiente entrada, en cambio, las mujeres accedían libremente.
Una vez en el interior del baile, los chicos que no tenían novia se veían obligados a buscar pareja, para lo cual, cuando encontraban a alguna chica que les agradaba y que estaba bailando con otro muchacho o con alguna amiga, se acercaban a ella y se esforzaban en convencerla para que les concediese bailar con ella la pieza siguiente.
Las chicas se daban su importancia y, a veces, no era nada fácil asegurar un baile. Además, si se cometía un error en la elección y se recibía calabazas por parte de aquella que había sido invitada, se corría el riesgo de que las demás, por aquello de “no ser plato de segunda mesa”, se negasen en redondo a dejarse tomar por la cintura.
Por su parte, las que no encontraban pareja se pasaban “su tiempo” sentadas en el poyete del paseo esperando a que alguien se decidiese a sacarlas a bailar, aunque tenemos que reconocer que contaban con una enorme ventaja sobre el varón. Esta ventaja consistía en que ellas se cogían por la cintura una a otra y ya formaban pareja. Esto no podía hacerlo el hombre.

Se montaban dos teatros: uno en el “Cortiná”, hoy mercado de abastos, y otro en el cine de verano, al final de la calle de Manuel Gómez, en el que solían actuar los Hermanos Murillo. No era extraño que actuase una compañía formada íntegramente por jóvenes del pueblo. Estas “compañías” hacían unas magníficas interpretaciones en los días de feria y en otras épocas del año. Creemos recordar que las obras más interpretadas eran las de los hermanos Álvarez Quintero. Por las calles de Encinasola pasean algunos de aquellos actores ocasionales que hicieron alarde de dominar el escenario y que consiguieron llenos a rebosar en el salón San Jerónimo y en el “Teatro del Cortiná”

A veces, también se instalaba un circo en los Grupos Escolares, que en aquellos tiempos se encontraban en estado ruinoso.

¡Los toros! ¡Corridas de toros! Bueno, realmente no se lidiaban toros, sino novillos. Los lidiadores eran de postín. Entre ellos nunca faltaba un novillero portugués, que se llamaba Dos Santos.

La plaza de toros la construían los carpinteros en la esquina sudoeste del campo de fútbol. Allí, apoyándose en esta esquina, se instalaba una gran estructura con maderos que se clavaban entre sí con unas enormes puntillas. Se hacía un gran tablado, en el que se colocaban las sillas y los bancos, que constituían las localidades de mayor precio. Las entradas más económicas no daban derecho a ocupar asiento, pues quienes las adquirían tenían que colocarse entre los maderos, debajo de los tablados. El día que había toros, el pueblo acudía a ver a los ídolos del momento. La corrida la amenizaba la magnífica banda de música, que era el orgullo del pueblo.
A todo esto se añadían las “cunitas” que, a fuerza de brazos, se hacían girar o balancear al ritmo atronador de las voces de Juanito Valderrama, Antonio Molina, Concha Piquer o Lola Flores, que unos imponentes altavoces hacían que inundaran los sitios elegidos para su instalación, que eran, en unas ocasiones, la esquina de la torre y, en otras, el Ensanche.

Dos clases de cunitas solían llegar el pueblo. Unas eran aquellas especies de norias de dos cabinas colocadas en los extremos de dos grandes brazos.
Los hombres que empujaban estas cabinas lo hacían con gran pericia. Para hacer que giraran, se situaban en el centro de la instalación y, al pasar la cunita, le propinaban un fuerte empujón. Actuando de esta forma cada vez que pasaban las cabinas conseguían que estas alcanzasen gran velocidad. Para detenerlas se colgaban de una barra que estos aparatos tenían en su parte posterior y el público veía con asombro como hombre y cabina se elevaban por el aire. Parecía que la cabina iba a dar la vuelta completa, arrastrando peligrosamente con ella al hombre que trataba de detenerla, sin embargo, éste apoyaba sus pies en otra barra que servía de pieza de unión de aquellos enormes brazos que servían de sujeción a las cunitas y, no sin esfuerzo, conseguía, primero, detener el movimiento y, después, hacer que retrocedieran en su giro. Estos movimientos de elevación y descenso se repetían varias veces, hasta que, al final, las cunitas se detenían.

El otro tipo de cunita eran unas barcas que se balanceaban como si de columpios se tratase. Estas eran menos agresivas, aunque el gran recorrido que describían proporcionaba algo de temor. La mecánica de funcionamiento era la que antes se ha descrito y el frenado se conseguía elevando unas tablas que estaban en el suelo y que, al rozar con el fondo de la barca, hacían que esta se parase.

A veces “aterrizó” en Encinasola alguna pequeña noria que fue el delirio de los niños, pues al no ser de grandes dimensiones sus padres les permitían que se montasen en ella y, desde lo alto, se veía una magnífica panorámica de la zona.

También se montaban tiovivos. Aquí, los más pequeños disfrutaban de lo lindo. Primero montándose en los caballitos, previo pago de su importe, lo que suponía que en estos aparatos gastaban las pocas pesetas que tenían, y luego, cuando no les quedaba ni una simple “perra gorda”, montándose en la plataforma sobre la que se asentaban los caballitos, pues, el dueño les permitía que empujasen la citada plataforma colocándose en su parte interior. Solía haber bastante competencia en empujar, ya que el aliciente estaba en que, en realidad, iban más tiempo sentados en el borde de la giratoria corona circular que empujándola.

Se colocaban puestos de turrón en la calle de Portugal. Alrededor de estos puestos se juntaba un verdadero enjambre de avispas. Los turroneros despachaban a estos insectos con una especie de matamoscas que, al mismo tiempo que cumplía esta función, también era utilizado para propinar algún que otro mandoble a aquellos que se arrimaban al puesto más de lo que su dueño consideraba oportuno.
Los puestos de turrón eran unas casetas de lona blanca cuya parte posterior servía de vivienda para el turronero y su familia y la anterior era la tienda propiamente dicha, pues en esta parte se exponía la mercancía y estaba el mostrador tras el cual se despachaba.

Había años en los que, a principios de la calle de Portugal, se colocaban mesas de juego. Allí aparecía algún que otro trilero con sus tres vasos y una pequeña piedra o garbanzo. Siempre había quien trataba, inútilmente, de acertar debajo de qué vaso se encontraba el garbanzo.

Una mesa que nunca faltaba era la ruleta. Se impulsaba la rueda y la uña iba rozando en las puntillas que estaban en el borde, recorriendo las treinta y seis casillas, pintadas alternativamente de rojo y de negro. Si se detenía en una casilla en la que hubiese colocado algún objeto, este pasaba a ser propiedad de quien había realizado la jugada.

Entre mesas, puestos, cunitas y, en especial, en las puertas de los bares aparecían unas viejas gitanas, con su negro pañuelo sobre la cabeza, dispuestas a leer la buenaventura, por unas cuantas perras, con solo observar la palma de la mano de aquel que accediese a ello.

La Plaza se llenaba de sillas y veladores. Coger sitio en una de estas mesas era tarea difícil.
A los veintitrés bares que permanecían abiertos todo el año se sumaban otros que abrían sus puertas durante la Feria.

Era llamativo ver el pueblo lleno de gente. Todo estaba atiborrado, no había sitio libre en ninguna parte.
Tratar de pasar por la esquina de la torre y bajar por la Plaza para poder llegar a la tómbola del paseo de abajo, la que se instalaba en la escuela, era sumamente difícil. A la estrechez del paso había que sumar el enorme gentío que también intentaba llegar al centro de la Plaza; los veladores del bar de Candelario y los muchos “mirones” que se agolpaban al píe del kiosco para, a vista de rana, ver las piernas de la bella animadora, que era quien ponía el broche de oro a la orquesta.

Así como la mente mantiene intacto el recuerdo de los sabores, tan exquisitos, y que nos parecen tan distintos a los de ahora, así también, en el fondo del cerebro, perviven las canciones que se escuchaban en aquellos lejanos años, eran músicas que el tiempo no ha logrado marchitar porque cada estrofa va ligada a un hecho, a una compañía, a un recuerdo. Por esto, llegados a este punto, no podemos evitar que vengan a nuestro recuerdo músicas como la Dianilla, la Cucaracha, la Raspa o el Cha-Cha

Algo sumamente llamativos eran los globos de papel de seda, enormes, voluminosos, que al prenderle fuego al algodón colocado en su base se elevaban en el mayor de los silencios, excepto cuando se incendiaban y, con ello, se producía el fracaso. En su vuelo se desplazaban zarandeados por el viento y arrastraban tras de sí a un nutrido grupo de pequeños, y no tan pequeños, que se alejaban del pueblo tras ellos, saltando tapias y corriendo campo a través, para recoger sus restos una vez que se producía la caída al suelo.

En el paseo de abajo, algunos años, se organizaron carreras de cinta en bicicleta. Colocaban una varilla perpendicular a la pared y de ella colgaban las cintas, en uno de cuyos extremos se hallaba cosida una argolla. Cada ciclista estaba provisto de un puntero y, a cierta velocidad, pasaban por debajo de la varilla y trataban de ensartar una cinta.
También se montaron algunas carreras de bicicletas cuyo recorrido fue: Encinasola - Higuera la Real - regreso.

¿Y la subasta de los lotes de la Contienda? El pregonero en el balcón del Ayuntamiento. Aquel pregonero del ¡aaayyyy!... ¿Os acordáis? Anunciaba los lotes y estaba atento a las señas de los que pujaban y hacían subir el precio. ¡Veinte mil reales a la una! ¿Hay quién dé más? Nueva señal, Nuevo aumento de precio y vuelta a empezar ¡Veinticinco mil reales a la una! ¡Veinticinco mil reales a las dos!... Allí estaba medio pueblo para ver quienes se llevaban los lotes.

La banda de música no sólo amenizaba las corridas de toro, cuando estas se celebraban, sino que esa misma banda interpretaba su “Dianilla” cada mañana, para alegrarnos el saltar de la cama y tratar de aliviarnos la resaca o el cansancio de la noche anterior.
Al medio día, ofrecía un concierto en la Plaza, junto al casino del Rincón, que es donde estaba protegida del fuerte sol de septiembre, y, por la tarde, amenizaba el paseo que se montaba en la Plaza y en los paseos. Para esto, se colocaba en lo alto del “tablao” que, a tal efecto, se montaba en el lugar que hoy ocupa el quiosco.
Este tablao, además de servir para que en él se situara la música, presentaba otro aliciente, pues, desde la fecha en la que se instalaba hasta aquella en la que se desmontaba, los niños correteaban por debajo de sus tablas y saltaban entre los maderos que servían a estas de sustentación. El quiosco de obra que ahora podemos contemplar se construyó durante estos años cincuenta, siendo alcalde D. José Vázquez.

Algunos años, después de la cena, de la propia banda de música del pueblo se desgajaba una orquesta que desde el quiosco amenizaba los bailes de la Plaza (la “caseta”) y de los paseos. Esta orquesta tenía un vocalista de excepción que con su magnífica voz embelesaba a la concurrencia. Más tarde, esta voz pudo ser oída a diario por las calles del pueblo, pues, no vano, durante muchos años fue el pregonero del pueblo.
Pero no siempre la orquesta se formaba por músicos de Encinasola, ya que, la mayoría de las veces, la orquesta procedía de otros lugares. En estos casos solían traer una animadora.
La orquesta se situaba, en los primeros años, en el tablao, posteriormente, en el quiosco. Alrededor del tablao o quiosco se disponían los hombres en reñida competencia por ocupar los lugares más próximos. La causa de esta proximidad estaba en que cuanto más cerca de la animadora se estuviera, mejor se podían observar sus pantorrillas. La animadora conocía su oficio y, por esto, realizaba unas evoluciones que permitían a los observadores alcanzar a ver algo más que las rodillas. ¡La emoción era mayúscula! ¡Así se explica que hubiera cola por llegar al quiosco!

¿Y el fútbol? Si no había toros, sí que había fútbol ¡y del bueno! Con los Nicasio “Guerrilla”, Simón, Carbajo, “Quico Chito”, Berjano, Eloy, los hermanos Acosta,... Por allí pasaban los equipos de Aracena, Aroche, Cortegana, Cumbres, Fregenal, Oliva, Galaroza,…

A finales de noviembre había otra feria, la de San Andrés, pero no reunía las características de la de septiembre, pues lo único que hacía constar que el pueblo estaba de fiesta eran los puestos que algunos arriesgados turroneros se atrevían a montar en la Plaza. Poco a poco estos turroneros dejaron de venir a Encinasola, pues a las pocas ventas que hacían se unían los destrozos que, en ocasiones, sufrían sus puestos como consecuencia del fuerte viento que soplaba en la Plaza en aquellas fechas.

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23 MARZO 2007

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